LOS MUERTITOS
por Eduardo Silveyra
El trayecto
desde Flores a Floresta lo hizo un tanto temeroso y se alargó más de la cuenta
por esquivar los controles policiales, que aparecían sorpresivamente en las
calles mal iluminadas que debía cruzar, pero no podía dejar de ir a la casa de
Nora a buscar esas flores cultivadas con esmero durante tanto meses. ¡Flores!
¡Flores! Lo ayudarían a soportar mejor la cuarentena, valía la pena arriesgarse
a pesar de la policía. Todo lo acordaron por el celular.
-Cuando estés
abajo, mandame un mensaje porque no funciona el timbre.
-Llego en 20
minutos.
-Te las tiro por
la ventana.
-¿No vas a
bajar?
-No, se me acabo
el desinfectante y me cuido de no pisar la calle.
-¿Qué tiene que
ver?
-Tenés razón,
tiralas por la ventana.
La ansiedad lo
corroía y una cuadra antes de llegar le envió un mensaje a Nora:
-Ya llegué.
Pero, cuando
estuvo debajo de la ventana indicada, Nora ni siquiera había subido la persiana
y volvió a mandar otro mensaje. Justo en ese momento, un patrullero aminoró la
marcha y la poli que conducía lo miró como se mira a los sospechosos, a los
infractores, pero el asunto quedó en la presunción de la sospecha y la patrulla
continuó su camino, aunque eso no lo tranquilizó. Y al ver que los textos
seguían sin ser leídos, le envió un audio.
-¡Boluda, estoy
abajo! ¡Ya pasó la policía! ¡No caminé 20 cuadras al pedo! ¡Por favor, atendé!
Volvió a
encender otro pucho y miró la hora en el celular, las 2:25 de la madrugada, era
posible que su amorosa novia se hubiera quedado dormida y dejó los audios y mensajes
de lado, decidió llamar directamente, pero al final cortó porque su llamada no
era atendida. Bufando como un loco, decidió esperar solo cinco minutos más y,
de no obtener respuestas, pegaría la vuelta resignado. El tiempo pasó volando,
pero no exento de puteadas y terrores y, cuando ya emprendía los primeros pasos
de la retirada, ella lo llamó y le dijo:
-¿Me estuviste
llamando?
-Sí, te llamé
como 10 veces, hace 15 minutos que espero.
-Es que anda mal
mi celular, vení a la puerta que estoy abajo.
Dobló la esquina
y allí estaba Nora en el umbral, en camisón y con las ojotas calzadas con
cierto trabajo por las medias de lana que tenía puestas. Al verla, tuvo el
deseo de tocarla, lamerla, chuparla. Cubierta con ese ropaje ridículo, se
escondían sus turgencias y el tenía ansias de desenfreno pero, al verlo, ella
le dijo:
-¡No me mirés la
facha, estamos en cuarentena!
-Yo también
parezco un ciruja.
-¡Parate ahí y
cerrá los ojos!
Se quedó parado
en el lugar preciso y cerró los ojos como ella se lo había ordenado, en esos
instantes de parálisis, sintió el roció del agua con lavandina en su cara y como
esa humedad olorosa impregnaba su ropa.
-¡Listo! ¡Ya
estás desinfectado!
-Vos estás loca.
-¡Loca!
Caminaste 20 cuadras por este barrio lleno de infectados.
-Tenés razón.
-Tomá las
flores, fumate un rico faso y, si te pinta el deseo de garchar, avisá que
hacemos algo por video conferencia.
-Dale, te aviso.
-Chau -le dijo
ella, lanzándole un beso al aire. La primera cuadra la caminó alegre y
distendido, pero esa alegría se evaporó atravesada por un pensamiento cuya
certeza le atravesó la mente: A ella le importaba más la salud que el amor, y
se ofuscó al comprobar que el contacto físico era una restricción que limitaba
no solo a los afectos, sino aquello llamado lo físico, lo corporal, y esa Nora,
por tan loca que fuera, no había transgredido la ordenanza. Esa reflexión se
desvaneció pronto y su ánimo cambió hacia un estado paranoico apenas
soportable, al ver a otra patrulla cruzar la calle de la esquina siguiente. Cómo
explicar ese olor a lavandina, cómo justificar llevar un frasquito lleno de
flores de cannabis, no paraba de maldecirse en medio de esa agitación, la cual
lograba aplacar si se detenía unos segundos la marcha para decirse: No soy un
prófugo ni un evadido, soy sólo un ciudadano común y silvestre. Sólo hoy he
roto la cuarentena. Se consolaba a sí mismo con esas puerilidades, al tiempo
que se cruzaba de vereda si acertaba pasar por la puerta de un geriátrico, a
los que consideraba focos de contagio en potencia, al igual que a la gente que
dormía en la calle. Ya tenía bastante con los tres que acampaban enfrente de su
ventana y, al salir, le decían:
-Buen día
vecino.
-Buen día. –Les
respondía de mala gana.
Porque se
emborrachaban a cualquier hora y, ante la ausencia del tránsito de vecinos
“auténticos”, encendían fuego para cocinar y llenaban de humo la cuadra,
después del guiso continuaba el beberaje de las cajas de mal vino y comenzaban
las peleas, uno amenazaba a otro con hundirle una faca en la panza y este
recibía la amenaza de ser prendido fuego, mientras el tercero los amenazaba con
molerlos a palos si no lo dejaban dormir.
Cuánto alivió sintió al llegar, los tres deshilachados dormían. Lo primero
que hizo fue buscar In a silent way
de Miles Davis en youtube y armarse un porro, la música ideal para disfrutar la
serenidad de la madrugada. ¡Un hombre feliz! ¡Sí, soy un hombre feliz! Abrió
uno de los postigos y contemplaba el cielo estrellado, mientras las series de
notas irrumpían como una sustancia sonora en el aire fresco de la noche. ¡Qué
más pedir! Una copa de vino Malbec, sería lo más oportuno, por suerte aún
quedaba un resto en la botella. Después de echar el humo de una buena seca,
brindó en solitario desde la ventana, por los tiempos futuros y por ese
presente tan disfrutado que vivía con intensidad. Pero, de pronto, esa calma
fue quebrada por el vozarrón de uno de los durmientes.
-¡Hijo de puta, me tocaste el culo!
-Fue sin querer.
-¡Por eso, pensé que querías cogerme y no te animas, cagón!
-¡A vos te voy curar a cuchillazos en la panza, puto de mierda!
-¡Animate, vas a ver cómo te prendo fuego!
-¡Si no me dejan dormir los voy achurar a los dos!
-¡Vos no podés achurar a nadie, no sabés las ganas que te tengo!
-¡Ganas de qué, te voy a moler a palos!
-De amarte mamita, no me pegues.
-Te voy a romper todo.
En ese momento el amenazante moledor a palos se levantó y tomó un
fierro de abajo del colchón, al tiempo que el amenazado hacía lo mismo con una
faca y se ponía en actitud defensiva y el tercero se incorporaba con una
botella de alcohol en la mano y les decía,
-No me rompan los huevos, los voy a prender fuego a todos.
-¡A quién vas a prender fuego!
-A ustedes, que no dejan dormir.
La discusión no duró mucho y pronto se pasó a los hechos, porque un
palazo dado certeramente y a traición le reventó el cráneo a unos de los discutidores
quien, convulsionado, cayó al piso casi muerto, al verlo ahí tirado en el piso
y con la sangre mojándole los pies, el de la botella le arrojó todo el alcohol
del frasco al agresor traicionero, quien se convirtió en una pira humana
después que el otro le lanzara el encendedor con la llama abierta.
-¡Me mataste, hijo de puta! –Decía el de la cabeza rota.
-¡Vos me prendiste fuego! –Decía el traicionero.
A la trifulca mortífera se sumaron los gritos de algunos vecinos.
-¡Dejen dormir, hijos de putas!
-¡No jodan con fuego, me van a incendiar el auto!
-¡Apaguen ese fuego que hay un olor espantoso!
-¡Llamen a la policía!
-¡Ya la llamamos mil veces y no vienen!
Esa contingencia de presenciar el espectáculo de un bonzo ante sus
ojos y el aturdimiento por los gritos de los vecinos detestables, lo hicieron
tomar una determinación. Se fue al placar a buscar la Beretta, para aliviar la
pena del muertito encendido, que había logrado apagar un poco las llamas y aún le
quedaba un resto agónico de voluntad para cobrarse venganza. Había arrinconado
al traicionero contra el tronco del árbol y le daba una puñalada tras otra, hasta
que cayó en el suelo con la panza cosida a puntazos. La perrita, a la que
siempre llamaba ¡Puta, vení acá! O ¡Borracha, no cruces la calle!, ladraba a su
lado, como si quisiera revivirlo.
Cuando encontró el arma, se asomó a la ventana y le disparó al
incendiado. Humeaba y gemía recostado contra el paredón, tuvo el valor de volverle
a disparar para liberarlo del sufrimiento, cuando el otro decía:
-¡Quiero morirme ahora! ¡Quiero morirme ahora!
Después de los disparos, volvió el silencio. Aún no había calibrado
–palabra acorde a la contingencia- si su acto podría ser interpretado como el
de un benefactor atroz o el de un hombre acorralado por la circunstancia, en
las que se encieerran ciertos prejuicios miserables. Ya no sonaba más In a Silent Way y cerró los postigos
para protegerse del frío y del horror de las muertes. Se recostó en la cama,
con la intención de que el sueño lo alejara de toda la miserabilidad, pero no
pudo lograrlo. A través de las celosías se colaba la luz azul parpadeante de
los patrulleros, podía oír las voces de la jerga policíaca y otro temor se
apoderó de él. En las autopsias podían descubrir los disparos, los peritos en
balísticas podían determinar la distancia y el ángulo de los mismos y ser
incriminado como un asesino. Entonces, aterrorizado, se vio pasando de un
encierro a otro encierro y que tal vez no moriría infectado por el virus, pero
si de un infarto, de un ACV y del cansancio de su cuerpo en una cárcel
inhóspita. Volvió a levantarse, se sentó en el sofá y se llevó la Beretta a la
sien, pero el tiro del final no le salió, la bala quedó atascada. En la ráfaga
de unos segundos, un pensamiento casi inútil, lo absorbió todo: El suicidio, también,
es una determinación que siempre se toma demasiado tarde.
La angustia y la desesperación contenidas y esos prejuicios miserables llevan al protagonista a tomar una determinación de la que ya podrá volver. Ese mismo hombre es capaz de amar y soñar con el placer del contacto físico de su amada, prohibido por la peste que invade a todos las mentes. Muy buen cuento
ResponderEliminarSiempre cauriva tu prosa , Eduardo,felicitaciones , por el titulo pensé que eran aquellos otros muertitos , que me pasaste hace un tiempo. Cariños
ResponderEliminar