viernes, 9 de octubre de 2020

Marta, la reina

por Eduardo Silveyra

Dicen que todo, primero, entra por los ojos. Por eso, cuando vi su foto en las sugerencias de amistad de Facebook, no dudé en enviarle la solicitud. La cuarentena, en cierto punto, me había acorralado y, para salir de esa encerrona, nada mejor que el amor, al menos eso pensaba durante esas noches solitarias y desveladas a puro vino y cigarrillos, donde desechaba y elegía candidatas a las cuales brindarles mi afecto, si es que realmente eso podría suceder. Esa Marta, según la foto, se veía esplendorosa y alegre, con todas las cosas puestas en su lugar; su melenita rubia cayéndole sobre los hombros y una sonrisa vital, dibujada en su rostro de facciones aun juveniles aunque, al igual que yo, ya había pasado los 50. A la imagen seductora, se le agregaba el dato, no menos cautivante, de su profesión: era psicoanalista, lo cual me hacía suponer a una mujer que sabía guardar la distancia del partenaire en su relación amorosa, al menos esas eran mis conjeturas. No sé cuáles habrán sido las de ella, pero a los cinco minutos ya me había aceptado como amigo y ese fue el comienzo de todo lo que vino después.


Después de presentarnos y saludarnos con las mejores cortesías virtuales, los mensajes comenzaron sucederse con cierta vertiginosidad y, una vez pasada esa etapa en qué uno se pregunta en qué barrio vivís, a qué te dedicas, con quién vivís y esas puerilidades en donde se miden distancias y se realiza alguna especulación, para entrar en otros terrenos del conocimiento y ver si es real o no la empatía, decidimos intercambiar nuestros números de celulares y continuar la conversación de otro modo. Si su foto me había cautivado, qué podía decir de la sonoridad de su voz, la misma adquiría una musicalidad embriagante puesta al servicio del énfasis exacto de cada palabra. Podría escucharla horas y horas, así me contara las cosas más insulsas o terribles acerca de su vida. ¡Cuánta alegría había en su tono! Y qué contagiosa era. Ese primer día hablamos como tres horas sin parar, y hubiéramos seguido si no fuera porque el sueño nos iba ganando a los dos y podíamos escucharnos los bostezos e imaginar otros signos del cansancio.

A la noche siguiente retomamos la conversación. Me sentía muy alegre de poder hablar con alguien acerca de las transferencias, del nudo Borromeo, de lo real, lo imaginario y lo inconsciente. A decir verdad, hacía bastante que había abandonado el uso de ese lenguaje, del cual durante un tiempo fui un prisionero. Atrás habían quedado aquellos años, donde asistía a los cursos de verano que daba Germán en la fundación. Escuchaba muy atento todo lo referido a ese paciente suyo, que había abandonado la casa en González Catán para escapar del cerco de su familia opresiva. Me gustaba escuchar la historia de ese analizante suburbano porque, por momentos, me hacía acordar a aquellos meses de invierno de unos años atrás, cuando el loco De Gregorio cruzaba la vía con el andar de los desaforados y, parado bajo el balcón de mi casa, gritando como un descocido me pedía que fuera su analista; ante mi negativa, se iba bufando y me decía:

-Si te arrepentís, estoy en la Plaza Houssay.

-El mío también para en la Plaza Houssay –me dijo Marta- duerme en los portales de la facultad de Medicina. Me contó que al mediodía y a la noche aparecen voluntarios con comida caliente… me parte el alma; si no fuera mi paciente lo traería a mi casa, es tan inteligente ese chico y la familia tan bruta. ¡No sabés lo bien que escribe! ¡Ay! La inteligencia de ese chico, no entiendo cómo puede estar tan desperdiciada.

En cierto punto me sentía condolido con su paciente, no solo porque durmiera en la calle sino porque recordaba la vergüenza que yo sentía por mi familia. Especialmente por mi padre, que nunca había leído un libro y solo veía partidos de fútbol en la tele y, con la gente, solo hablaba sobre el estado del tiempo. Se sentaba en un banquito a tomar mate en la vereda y al que pasaba le decía: “Mañana parece que pronosticaron tormenta” o “el fin de semana llueve”. Mi madre también me daba vergüenza, se dedicada a hablar de enfermedades o mal de la gente, con el fin de manipular las situaciones a su alcance. Por tales motivos había dejado de llamarlos hacía unos cuantos meses y Marta me entendía como ninguna.

-¡Cómo no te voy a entender! –Decía ella con su vocecita juvenil.

-¡Qué bueno que me entiendas!

-Yo tampoco puedo con la locura de mi madre y si le digo a alguien que no la llamo porque está loca enseguida dicen: esta es una hija de puta, que dejó a la madre tirada por ahí. La comprensión es mutua, no te parece. Por suerte, los dos tenemos hermanos que se pueden ocupar de esas cosas y nosotros dedicarnos a lo que realmente vale la pena en esta vida.

De esa coincidencia sobre las relaciones familiares, pasábamos a hablar de los gustos gastronómicos, tan sustanciales en cualquier relación afectiva que se precie de tal. Ella me contaba sobre las diferentes salsas con las cuales acompañaba los espaguetis que el hijo le había regalado.

-Las tengo a todas frizadas, pero las descongelo enseguida con el microondas.

-¿Qué gustos tenés?

-Una con hongos y tomates secos, otra al fileto, una con crema y champiñones, otra a la parisién, voy variando, tengo como 50 paquetes de espaguetis. ¿Vos que comiste?

-Un pedazo de queso y un plato de sopa de verdura.

-¡Queso!

-Sí, queso.

-Hoy me robé un paquete de reggianito en el chino, esos chinos merecen que se los robe, son unos chorros, además está muy caro el queso rallado. Y éste, encima, es un mal educado y un chorro, se pasa remarcando los precios.

-Algunos son terribles, aunque hay de todo -le decía yo- a mí el de a la vuelta me da fiado, me dijo que es maoísta y peronista.

A veces, las conversaciones se derivaban hacía esos lugares impensados, como la conducta comercial de los chinos y el don de gente de los mismos. Cada noche esperaba con ansias su llamado y sentía en mi corazón la trémula sensación del enamoramiento.

-No sabés –me decía ella- hoy cené de nuevo espaguetis, pero con pesto, y me comí un frasco chico de Nutella, no podía parar, que rico es el Nutella, está carísimo. Por suerte en el Carrefour no hay tanta vigilancia y me pude robar un frasquito. No los afecta en nada a esos chorros del Carrefour un frasco chico, encima lo venden más caro que en el chino. ¡Ay! Mejor no acordarme del ladrón del chino, no paga los impuestos y es un explotador de mierda. Igual, voy a ver si paro un poco con las pastas y los postrecitos, porque estoy quedando un poco redondita. Voy a terminar convertida en una pelota.

Lo contaba con tanta gracia que yo le decía con cierta complicidad.

-No importa, si aumentás unos kilitos te voy a querer igual.

-Eso espero ¿sabías que la gente que roba es por falta de afecto? el robo no es otra cosa que un reclamo afectivo. Cuando veo a esos pibes que los pescan en la calle, no puedo dejar de mirarles esa carita desprotegida y esos ojitos… Un poquito de cariño y el guachito ese es un médico, un abogado, lo que él quiera.

-Sí, eso dicen.

Las conversaciones nocturnas ganaban terreno en la mutua confianza y se iban explayando hacía el terreno de la confesionalidad. Fue así que, a pesar de haberme arrepentido una vez cometido el hecho, le dije:

-Hoy me acordé de vos.

-¿Ah, si, por qué?

-Me robé un sobre de aceitunas negras en el chino.

-¡Ay, mi amor! Sos un raterito de poca monta.

-Sí, encima después me arrepentí.

-No te arrepientas, vos también reclamas afecto, me doy cuenta porque a veces tartamudeas un poquito, sobre todo cuando me contás estas cosas oscuras de tu vida.

-Todos necesitamos un poco de amor.

-Así es. Yo, se ve que necesito un poco más, hoy fui a un Farmacity a comprar los medicamentos que me mando el dentista. ¡Qué disparate lo que salen los antibióticos! En este país, para enfermarte tenés que ser millonario. Encima, con esta peste ya no hay camas en los hospitales públicos. Me gasté casi dos mil pesos en una caja de antibióticos y un antiinflamatorio, por suerte encontré unos lentes de sol muy lindos, me los metí en el bolsillo y no los pagué. Algo pude compensar. No sé si sabías que Farmacity está metida con la mafia de los laboratorios, son unos hijos de puta… El sábado, cuando nos conozcamos, los llevo. Vas a ver qué bien me quedan.

No faltaba tanto para la llegada de ese día, solo una noche más de conversación en la cual preferimos no explayarnos demasiado, como para dejar cosas para decirnos en el encuentro. Los dos miramos el pronóstico del tiempo y todo resultaba auspicioso, el cielo se anunciaba despejado. Con una mínima de 12 y una máxima de 25 grados, nada mejor que ir a los lagos de Palermo a violar la cuarentena, como dos adolescentes enamorados. Nos encontramos a las 2 de la tarde en Córdoba y Salguero. De lejos adiviné que era ella a medida que se acercaba. Si bien su cuerpo había dejado de ser estilizado, tampoco era la pelotita rechoncha en la cual ella temía convertirse.

El sol brillaba en el cielo azul y los gansos nadaban plácidamente en el agua límpida. Frente a una fila de cerezos rosados y blancos, una estatua de Confucio le daba cierto tono oriental, algo así como un detalle zen, a la tarde soleada. Rodeados por esa alegría irresponsable de los corredores y chicas pasando a nuestro lado a toda velocidad en sus patines, scooter o bicicletas, que sin lugar a dudas aumentarían en los días siguientes el número de infectados, nosotros nos sentíamos felices, lo podía ver en nuestros rostros cuando nos bajamos un poco los barbijos. En un momento nos sentamos a descansar bajo la sombra de un sauce, una de las ramas se extendía sobre la superficie espejada del agua; si hubiéramos tenido 20 años, con toda seguridad nos hubiéramos sentado en ella para mojarnos los pies pero, como eso estaba lejos de nuestro alcance, nos sentamos en el pasto. Yo cada tanto tiraba unas piedritas al agua y veía expandirse la onda hasta que todo volvía a ser como antes. En esa calma, ella a veces tomaba mi mano o se recostaba contra mi cuerpo por unos instantes, cuando eso sucedía podía sentir -vaya a saber uno por que prodigios del contacto- toda la falta de afecto y amor de esa Marta, que había dejado de escuchar mi proyecto de cambio de vida para mostrarme la foto de sus nietas. Igual algo escuchó, porque me dijo:

-Si, tenés que dejar de fumar, ya fumaste bastante, hay un tiempo para todo.

-No solo eso, quiero cambiar la forma de alimentarme, ya no estoy para comer un guiso de mondongo y tomar una botella de vino tinto todas las noches.

-Yo le doy a los espaguetis, pero solo un plato por día.

Entre la caminata y los descansos, la tarde llegaba a su fin y, con la caída del sol, la temperatura había bajado bastante. Decidimos volver hacía la plaza Las Heras, donde ella había dejado el auto estacionado. Por el camino encontramos una cafetería abierta y compramos dos cafés. Los íbamos tomando mientras caminábamos por una de las veredas del zoológico y ella se detuvo a mirar la vidriera de esa farmacia. Su atención se fijo en las balanzas exhibidas, pero sin precio.

-Esperame acá que voy a preguntar cuánto cuestan.


Yo me quedé afuera con el vasito de café a medio terminar en la mano, mientras pensaba cuántas cosas se podrían pesar en aquellas balanzas, tal vez el peso corporal de una mujer que come espaguetis todo el tiempo, pero con diferentes salsas, los 21 gramos del peso del alma, la densidad de la soledad y todas las ausencias posibles, el peso menguante de alguien que inicia una dieta saludable y deja de fumar, para que la tos no lo avergüence frente a los otros; cuántas cosas más podría agregar a todas esas, tal vez fueran infinitas como los deseos o los propósitos a los que uno se disponga con amor o sin él. Yo podía seguir en esa divagación filosófica por toda esa espera u otras futuras pero ella apareció de golpe y, en cierto modo, me sorprendió al verla con una de las balanzas debajo el brazo.

-¿La compraste?

-Sí, quiero controlar mi peso.

-Qué bien.

-Aunque el médico me dijo que lo mío no es gordura, es hinchazón.

-Hay que saber diferenciar.

-Como dicen en el campo, no hay que confundir…

Ella no alcanzó a terminar la oración, cuando de pronto dos tipos vestidos con el uniforme propio del personal de seguridad se abalanzó sobre nosotros y nos puso contra la pared a los gritos y de malos modos. Enseguida le quitaron la balanza hurtada unos minutos antes, no dejaban de vociferar. Uno, el más gordo, me pegó una patada en los tobillos y no pasó mucho tiempo para que gente curiosa comenzará a agruparse alrededor de la escena bochornosa. Podía escuchar los comentarios a pesar del momento contrariado que vivía.

-No parecen chorros.

-La ocasión hace al ladrón.

-Debe ser una confusión.

-Parecen gente bien, gente de este barrio.

-Negros no son.

-No, la señora parece seria.

En medio de ese bochorno, me sentí aliviado cuando escuché la sirena de un patrullero, lo único que deseaba era estar en la comisaría para explicarle, a quien correspondiera, que no se trataba de un robo, que no era la balanza en sí el objeto del hurto, que todo se trataba de una gran confusión, eso una gran confusión producto de la falta de afecto.