HORACIO GONZALEZ
por Eduardo Silveyra
RECUERDO. Cierta vez, por un hecho fortuito, me relacioné con la hija –una mujer mayor- del prolífico historiador Enrique de Gandía, un hombre adscripto a la historicidad colonizadora, que publicó una obra abrumadora. El contacto con esa señora devino en la compra de parte de la biblioteca de este hombre fallecido hacía unos cuantos años. En realidad, no me interesaban tanto sus libros que mostraban a los colonizadores como portadores de civilización cuando en sí eran la barbarie y además han dejado de leerse, sino los de otros autores fijados en, lo que podríamos llamar, las antípodas de Gandía, como Busaniche y obras de antropología que poblaban los estantes. La señora, una vecina vieja del barrio de Flores, dejaba ese caserón señorial para irse a vivir a un departamento más chico y, entre otras cosas, me señaló que a sus hijos no les interesaba leer y deseaba poner a buen resguardo unos cincuenta biblioratos, donde estaban archivados todos los artículos publicados por Gandía en los diarios La Nación, La Prensa y la revista El Hogar, una señal de tiempos también lejanos en los cuales la derecha, siguiendo la lógica sarmientina, era ilustrada. Fue entonces que le mencioné que bien podía donarlos a la Biblioteca Nacional. Le pareció una buena idea, pero desconfiaba que tal donación fuera aceptada porque la dirigía un peronista. Con la diplomacia del caso, le dije que podía hacer el contacto para que pudiera efectuarla y que no fuera prejuiciosa. Ese mismo día llamé a la Biblioteca Nacional y me puse en contacto con Horacio González, quien aceptó de buen grado la donación de esos documentos testimoniales. A los dos o tres, Enriqueta Gandía me llamó para decirme que habían pasado de la biblioteca con una camioneta para llevarse el archivo y que el mismo director la había llamado para agradecerle el gesto. Antes de cortar la llamada, dijo: La verdad es que tenía otra idea de los peronistas.
BAILE. En el año 2017 publiqué la novela El Baile de La Yegua con una tapa provocadora realizada por el poeta y pintor Emiliano Campos Medina, en la cual Cristina se besaba con una chica. Esos años de macrismo y devastación los sobrellevaba vendiendo usados y también esta obra, donde ficcionaba la muerte del querido Jorge Pistochi en una fiesta en un conventillo de La Boca a la que asistía Cristina y una chica gorila que transmutaba su odio en obsesión amorosa. Fue en esos días de marchas, movilizaciones, protestas y corridas que, en una de ellas, para protegerme de los gases y los palos, fui a cobijarme a los 36 billares, a pocos metros lo distinguí a Horacio González. Esquivando a otros que buscaron el mismo cobijo me acerqué y, después de intercambiar algunas palabras sobre la situación que vivíamos, me presenté como quien había mediado en la donación de Gandía, cosa que recordaba bien. En medio de ese intercambio, saqué de mi mochila un ejemplar de El Baile de La Yegua y se lo regalé. Al ver la tapa, me dijo: "Por esta ilustración, cincuenta años atrás te hubieran metido en cana. Esta noche lo leo".
Ya pasado el macrismo, nos volvimos a encontrar en el Congreso en un acto de la CTEP y me acerqué a saludarlo. Para mi sorpresa recordaba el libro y su consejo fue: "Tenías razón, es peronismo dionisiaco, tenés que escribir una segunda parte".
La segunda parte fue escrita, publicada y agotada, pero no es esa la razón de esta rememoración, todo apunta a otra parte, a ese punto donde hay hombres y mujeres que, contradiciendo otros axiomas, sí son imprescindibles, porque son la fuente de la cual beber para crear ideas nuevas y, como el mismo Horacio decía, crear un nuevo humanismo político. Con la voz de la poesía y la práctica de una vida que nos alivie de la orfandad en que nos dejan ciertas muertes, ocurridas en estas horas aciagas cubiertas por la desolación.
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