miércoles, 23 de junio de 2021

Un humanista popular, ha muerto

HORACIO GONZALEZ

por Eduardo Silveyra

Quizás se deba revolver entre todas las palabras existentes para expresar lo que sentimos, lo que nos duele, lo que nos abandona cuando la muerte nos arrebata a alguien como Horacio González, y es posible que esas palabras no logren traducir todos los estados emocionales por donde circulan los afectos y los recuerdos, que nos hablan de ese vacío por el cual transitamos. Vivimos un tiempo de pérdidas y extrañamientos provocados por la pandemia y las restricciones que han modificado los vínculos y las relaciones humanas. La muerte está presente en cada instante, escondida, agazapada para robarnos la piel, los huesos, la mirada, y cada uno sobrelleva a su modo y como puede esta contingencia, por momentos demoledora, en la que muchas veces es necesaria la palabra y el pensamiento que nos clarifique desde el amor y la projimidad para seguir tirando del carro de la existencia, como se decía en otros tiempos. En eso estaba y estuvo Horacio González, nada tan preciso como sus reflexiones expresadas en el último reportaje publicado en Página 12 y realizado por María Daniela Yaccar, a raíz de este virus pandémico: "Es una irrupción que cambia las relaciones dadas, clásicas, históricas entre la naturaleza y la acción humana. No sería en primer lugar una cuestión científico-médica, aunque cuando lo es adquiere una importancia fundamental. Es una cuestión existencial que no sustituye las preguntas fundamentales que tímidamente aparecen en cualquier forma de vida: la cuestión de la muerte entendida como una finitud no necesariamente buscada salvo por los suicidas. Sería una finitud pero no necesariamente personal, sino más escandalosa, que abarca a todos los que llamamos tan abstractamente la humanidad. Siempre está la decisión de acabar la vida por mano propia. El virus, paradójicamente, viene a decir algo esperanzador para los suicidas: no lo hagan ustedes, algo lo puede sustituir perfectamente. De eso se encarga la filosofía apocalíptica, que tiene bastantes cultores y no me parece la más adecuada. Tampoco es adecuada la filosofía de la esperanza, hoy en manos del discurso evangélico que supone que hay una culpa eterna de la humanidad". Y también, tiene su carga de compromiso humano el cierre de esa reflexión al decirnos: “Hay que crear un nuevo humanismo político”.


RECUERDO. Cierta vez, por un hecho fortuito, me relacioné con la hija –una mujer mayor- del prolífico historiador Enrique de Gandía, un hombre adscripto a la historicidad colonizadora, que publicó una obra abrumadora. El contacto con esa señora devino en la compra de parte de la biblioteca de este hombre fallecido hacía unos cuantos años. En realidad, no me interesaban tanto sus libros que mostraban a los colonizadores como portadores de civilización cuando en sí eran la barbarie y además han dejado de leerse, sino los de otros autores fijados en, lo que podríamos llamar, las antípodas de Gandía, como Busaniche y obras de antropología que poblaban los estantes. La señora, una vecina vieja del barrio de Flores, dejaba ese caserón señorial para irse a vivir a un departamento más chico y, entre otras cosas, me señaló que a sus hijos no les interesaba leer y deseaba poner a buen resguardo unos cincuenta biblioratos, donde estaban archivados todos los artículos publicados por Gandía en los diarios La Nación, La Prensa y la revista El Hogar, una señal de tiempos también lejanos en los cuales la derecha, siguiendo la lógica sarmientina, era ilustrada. Fue entonces que le mencioné que bien podía donarlos a la Biblioteca Nacional. Le pareció una buena idea, pero desconfiaba que tal donación fuera aceptada porque la dirigía un peronista. Con la diplomacia del caso, le dije que podía hacer el contacto para que pudiera efectuarla y que no fuera prejuiciosa. Ese mismo día llamé a la Biblioteca Nacional y me puse en contacto con Horacio González, quien aceptó de buen grado la donación de esos documentos testimoniales. A los dos o tres, Enriqueta Gandía me llamó para decirme que habían pasado de la biblioteca con una camioneta para llevarse el archivo y que el mismo director la había llamado para agradecerle el gesto. Antes de cortar la llamada, dijo: La verdad es que tenía otra idea de los peronistas.


BAILE. En el año 2017 publiqué la novela El Baile de La Yegua con una tapa provocadora realizada por el poeta y pintor Emiliano Campos Medina, en la cual Cristina se besaba con una chica. Esos años de macrismo y devastación los sobrellevaba vendiendo usados y también esta obra, donde ficcionaba la muerte del querido Jorge Pistochi en una fiesta en un conventillo de La Boca a la que asistía Cristina y una chica gorila que transmutaba su odio en obsesión amorosa. Fue en esos días de marchas, movilizaciones, protestas y corridas que, en una de ellas, para protegerme de los gases y los palos, fui a cobijarme a los 36 billares, a pocos metros lo distinguí a Horacio González. Esquivando a otros que buscaron el mismo cobijo me acerqué y, después de intercambiar algunas palabras sobre la situación que vivíamos, me presenté como quien había mediado en la donación de Gandía, cosa que recordaba bien. En medio de ese intercambio, saqué de mi mochila un ejemplar de El Baile de La Yegua y se lo regalé. Al ver la tapa, me dijo: "Por esta ilustración, cincuenta años atrás te hubieran metido en cana. Esta noche lo leo".


Ya pasado el macrismo, nos volvimos a encontrar en el Congreso en un acto de la CTEP y me acerqué a saludarlo. Para mi sorpresa recordaba el libro y su consejo fue: "Tenías razón, es peronismo dionisiaco, tenés que escribir una segunda parte".


La segunda parte fue escrita, publicada y agotada, pero no es esa la razón de esta rememoración, todo apunta a otra parte, a ese punto donde hay hombres y mujeres que, contradiciendo otros axiomas, sí son imprescindibles, porque son la fuente de la cual beber para crear ideas nuevas y, como el mismo Horacio decía, crear un nuevo humanismo político. Con la voz de la poesía y la práctica de una vida que nos alivie de la orfandad en que nos dejan ciertas muertes, ocurridas en estas horas aciagas cubiertas por la desolación.

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