martes, 16 de febrero de 2021

Calle Corrientes

 

CALLE CORRIENTES

por Eduardo Silveyra


En algún momento la calle Corrientes fue el eje de la vida nocturna de una Buenos Aires donde los teatros, el cabaret y el dancing la convertían casi en una réplica de un Broadway, extendido sobre la llanura porteña. En esta calle, ensanchada en 1931 para ser convertida en avenida, recaló el tango cuando “piantó” de los arrabales hacía el centro. El locutor Roberto Gil, en un programa de radio donde describía las vivencias de las rutinas en ella vividas, la bautizó como: La calle que nunca duerme. Razones no le faltaban para darle tal denominación, bares como el Suárez, el Ramos, la Giralda, y otros de nombres hoy olvidados, permanecían abiertos las 24 horas. En ellos se podía encontrar a las artistas encumbradas del teatro de revistas, a poetas como Homero Manzi, Armando Discépolo y Enrique Cadicamo, junto a una variopinta horda de insomnes trasnochados, entregados a quimeras imposibles y a las vaguedades otorgadas por los vinos entristecidos. Aunque el ensanche la convirtió en una avenida nacida en el bajo y concluida en el cementerio de la Chacarita, las cuadras que iban desde el Luna Park hasta Callao, seguían en el imaginario nominándose como calle, porque la huella de la calle aún permanecía, no solo en las actividades humanas sino también en las paredes ocultadas por las marquesinas de los teatros y comercios.

  

Ese paisaje se extendió en el tiempo hasta los años 60 y principios de los 70, en los cuales la arteria se dividió en diversas pulsaciones marcadas por los tiempos políticos, sociales y culturales marcados por las nuevas generaciones. Desde Callao al Obelisco, las discusiones políticas e intelectuales se podían dar en el bar La Paz, en El Foro o en La Giralda, mientras en El Politeama, la gente de teatro discurría sobre las teorías de Stanislavski, Kantor y Grotowski. En Los Pinos, los esotéricos, siloístas y los devenidos hippies del rock nacional, solían poblar sus mesas suspendidos con sus divagues, entre los aromas del café y el té verde. En ese escenario, uno podía demorarse una hora en llegar a la otra esquina, por los encuentros fortuitos con amigos o con gente como Germán García, Oscar Massota y David Viñas, por citar a algunos de los tantos intelectuales a quienes uno podía detenerse a saludar o a tomar un café y compartir una opinión. Ese clima de intercambio se daba también en librerías como Fausto o en la del Centro Editor de América Latina, en la que muchas veces era común tomar un libro y sentarse donde se encontrara espacio para leerlo. En esa situación, una generación pensaba y discutía el mejor modo de entregarse a un fracaso no exento de violencia y esplendor. No resultaba extraño tampoco, el cruce con el atildado actor Tito Lusiardo o con la rabia desvencijada y poética de Julián Centeya, quienes sin duda pertenecían a la Corrientes del otro lado del Obelisco, con su persistencia evocativa de los viejos tiempos a punto de volverse fantasmas.

Si París tenía lo suyo con Les Deux Magots, el Café de la Paix o El Flore, la Buenos Aires del fin del mundo, no se quedaba atrás con sus cafés como focos de gestación cultural. Georges Steiner en su ensayo La idea de Europa, le da esa categorización irradiante y, en la misma, encontramos a Pessoa en un bar de Lisboa escribiendo la poética de sus heterónimos; de haberse extendido sobre la importancia de los cafés en el mundo, no hubiera obviado al polaco Gombrowicz en el bar La Fragata, rodeado por Miguel Grinberg y Jorge “Dipy” Di Paola, como atentos oyentes y traductores de su sarcasmo y cinismo. Esa llama, pensada como eterna y renovada en cada nueva generación, sin embargo comenzó a anunciar su ocaso en los años 70, incluso se puede arriesgar la precisión de una fecha, con el acontecer siniestro, encarnado en el golpe de estado del 24 de marzo de 1976, cuando eran comunes las razzias con sus desapariciones, las bombas con su espanto y las ausencias por los exilios obligados para escapar de la muerte. No mucho después de ese acontecimiento, frente a la aun no privatizada Entel, se instaló uno de los primeros locales de la cadena de hamburguesas Pumper Nic, después del tiempo transcurrido, uno puede situarlo como el primer enclave de una nueva colonización gastronómica. Ese tiempo marcado por lo atroz, despobló a su modo los encuentros y sus sucedáneos y hubo que esperar a la caída de la dictadura en el 83 y la venida de la democracia, para que el clima pasado volviera a bullir con destellos de aquel pasado, aunque las cosas cambiaron para no volver ser iguales y el ocaso volverá a preanunciarse con la llegada del SIDA y traerá otra demolición humana y generacional a una calle poblada de espectros consumidos por la enfermedad, hasta que esa extinción se hizo latente. Entonces, el encuentro y el intercambio social con los otros se tornó fortuito y azaroso.


Se puede escribir desde la nostalgia y la melancolía y evocar desde ese lugar personajes de un pasado irrepetible, pero es mejor elegir escribir para historiar o discernir; desde esa elección, se puede señalar el ataque devenido de las políticas neoliberales agudizadas desde los años 90 y el arrase patrimonial sufrido por la calle Corrientes, con la internacionalización de la arquitectura la cual conlleva, en sus propósitos de transparencia, la oscura intención de no dejar historia. Ese embate fue demoledor en el sentido literal de la frase. Con los gobiernos de Macri y Larreta en la ciudad, tras la quita de la cartelería y las marquesinas por razones de contaminación visual, vino la destrucción de viejos edificios, con la huella de las historias vividas, aniquiladas de un día para el otro para ser suplantados por monstruosas e impersonales construcciones vidriadas. Entonces, tal como se interroga Walter Benjamin en su ensayo Experiencia y Pobreza: ¿Qué huella podremos dejar sobre una superficie de vidrio? Pregunta esta, continuada en una crítica a la Bauhaus, inauguradora del uso del acero y el vidrio en sus construcciones arquitectónicas, en las que ningún rincón es secreto y en donde todo se agota en la atrocidad de la transparencia.

El diseño urbano de las cuadras correntinas que van desde Callao al Obelisco, tiene en sí mismo una intencionalidad política impregnada en los mandatos del consumismo. Aunque aun perduren como incrustaciones en el medio de toda esa cristalería, un edificio de estilo Art Decó o Nouveau o un neo clásico francés o italiano, nada lo protege ya de la movida inmobiliaria del neoliberalismo. Podemos hablar de un recorrido desafectado, donde en ciertos horarios una franja de la calle se peatonaliza, con el fin de agilizar el tráfico de consumidores en bares de terrazas desmontables, donde todo es pasajero y atravesado por la orden del cumplimiento de las normas establecidas, ahora agravadas por la pandemia.


Esa horrible vidriosidad, en la que se ha convertido hoy a la calle Corrientes, solo se corresponde consigo misma, como hecho testigo de la cultura del vidrio, preconizada en los años 20 del siglo pasado por el escritor de ciencia ficción alemán Paul Scheerbat. Nada bueno puede nacer desde ese lugar inhóspito, líquido, y mucho menos la idea del encuentro humano genuino, porque ese hecho cultural también ha muerto o persiste como la sombra de un fantasma. Tal como señala el mismo George Steiner en La idea de Europa: No es la censura política la que mata la cultura, es el despotismo del mercado y los acicates del estrellato comercializado.