sábado, 27 de marzo de 2021

A ver los detalles, me enseñó la literatura

 

A ver los detalles, me enseñó la literatura

por Eduardo Silveyra
 Fotografía: Lucía Merle

En una entrevista jugosa, Sibila Camps, nos cuenta de su ámbito familiar ligado a la cultura, su recorrido por el periodismo y cómo se gestaron tres de sus libros más conocidos.

 

 

En tu casa hubo un ambiente muy musical, con tu padre músico y tu madre cantante. Cómo llegas a la escritura.

Mi padre, Pompeyo Camps, era compositor fundamentalmente. Compositor, pianista; tocaba también el bandoneón. El fue maestro mayor de obras y durante un tiempo también pintó, era retratista. Tenía una gran habilidad para las tareas manuales y tenía una formación cultural muy amplia. Mi madre era cantante, había empezado como pianista pero después se dedicó al canto de cámara y después a la docencia de canto.

¿También estudiaste danza?

Estudié danza, sí. Hice algo de piano cuando era chica, después lo retomaba cada tanto, pero durante ocho años, desde mis siete hasta mis quince, hice danza clásica. Los últimos años en la escuela de danzas del Colón, hasta que me di cuenta que no tenía vocación y decidí dejar.

¿Cómo llegas a la escritura?

Siempre me gusto escribir. En mi casa había un ambiente de artistas, de amigos y amigas gente que se dedicaba a la pintura, a la escultura, a la música, a la literatura, a la poesía. Mis padres eran amigos de Javier Villafañe y habían aprendido a hacer títeres de guante con papel maché, con los métodos de Javier, incluso reproducían las obras para adultos. Los personajes eran ellos, papá se encargaba de hacerlos con papel maché y de pintar las cabezas y mamá, que trabajaba en ese entonces con su hermana mayor que tenía un atelier de sombreros y tocados de novia de alta costura, hacia los vestidos, los trajecitos y las pelucas con hilo macramé. Con mi hermana, que es cuatro años menor que yo, heredamos esos títeres, jugábamos con ellos e inventábamos obras. A los ocho años yo hice la primera obrita. Digamos que fue una adaptación de Caperucita Roja para títeres. Después seguimos haciendo obras de títeres, esa la representaron en el colegio, incluso armaron el retablo especialmente para eso, fue una participación colectiva muy linda. Obviamente siempre hubo estimulo en casa para eso. Después seguimos con mi hermana haciendo obritas e invitábamos a los chicos de la cuadra. Cobrábamos una entrada, con la cual íbamos a comprar caramelos para el intervalo. Y así me largué a escribir. También, en el secundario, tuve una muy buena profesora de castellano en tercer año, que nos daba libertad para dedicarle, una vez por semana, diez minutos a la lectura de algo que hubiéramos escrito voluntariamente. Eso no se evaluaba, no era obligatorio hacerlo y yo empecé a ponerme consignas, a hacer lo que después descubrí lo que serían los talleres estructuralistas y cuando tenía dieciséis años ya estaba escribiendo cuentos. Obviamente ya estaba leyendo mucho, libros de grandes, como decía yo, es decir: Salgari, Verne, pero también La Ilíada que me encantaba y El Quijote. Había una biblioteca muy grande, papá compraba libros, usados en general. Cobraba en SADAIC sus puchitos de derechos de autor e inmediatamente iba hasta la feria de libros de Plaza Lavalle a comprarme libros. Así que ese fue mi caldo de cultivo.

Perteneces a una generación que leía desde chicos.

No todos leían. Sí, entre mis compañeras, se leían historietas. Siempre fui un bicho raro, en general no compartía ese tipo de lecturas con otras compañeras.

¿Trabajaste en La Opinión, de Timerman?

No, ya estaba preso Timerman cuando yo entré. Yo entré en septiembre del 77, él ya estaba preso y el diario ya estaba intervenido por los militares y venía barranca abajo, porque hubo un desbande muy grande de gente que se fue por su cuenta y había también desaparecidos. Estaba Enrique Raab, desaparecido. Yo recuerdo la cara de Enrique Raab, de ir visitar a papá cuando estuvo en el diario como crítico musical, desde el principio hasta el final, desde el primer día hasta el último. Fue uno de los dos o tres que escribieron durante todo el periodo. Cuando la Opinión estaba en su primera redacción, en la calle Reconquista al 500, como yo iba a estudiar… Mi carrera fue letras, literatura y lenguas modernas, las bibliotecas de los departamentos quedaban cerca, en 25 de Mayo al 200, en el mismo edificio del rectorado, entonces iba con frecuencia a estudiar ahí y, cuando quería despejarme un poco, paraba y me iba a La Opinión a saludar a papá. Sí que recuerdo a Enrique Raab, recuerdo sus ojos claros.

¿A Miguel Ángel Bustos?

Lo conocí de nombre, pero si a los compañeros de papá, a Osvaldo Soriano y a Carlos Ulanovski que después fue compañero mío en Clarín. A Hugo Monzón, crítico de pintura; Gerardo Fernández; crítico de teatro; a Tomás Eloy Martínez, que estaba a cargo de Espectáculos y a Juan Gelman que estaba a cargo del ámbito cultural, pero cuando yo entré, de todo eso, ya no quedaba casi nada. Quedaban Hugo Monzón y Luis Gregorich, como gente notable. Había un muy buen periodista de boxeo, Hernán Lepé. Yo leía sus notas, porque a pesar de que tengo un gran rechazo hacia el boxeo, eran excelentes. La Opinión, la buena, era algo glorioso.

¿Después trabajaste en Clarín, cómo fueron los años ahí?

En La Opinión estuve hasta el cierre, en el año 81. Entré para el área bibliográfica, pero después me fueron derivando hacía espectáculos, en especial de música popular y danzas. Estuve también un tiempo muy breve en Convicción, un diario de un sector de la armada que respondía al proyecto político de Massera, pero estuve nada más que cuatro meses, mientras tanto yo ya colaboraba en Humor. En Convicción había censura interna, pero yo tenía dos objetivos: uno, mejorar el currículo de los artistas. Cuando había artistas que valían la pena, trataba de hacer una nota para engrosarles la carpeta, a veces haciendo exactamente lo contrario a lo que se hace en periodismo; para poder hacer una nota sobre Víctor Heredia, tenía que mandarla en la parte de abajo sin poner su nombre en el titular, pero arriba podía poner a Leo Maslíah, porque no lo conocía nadie. Entonces me explayaba sobre Leo Maslíah que me daba la oportunidad de hablar, o sea que hacía exactamente todo al revés. Así y todo cada tanto venía Héctor Grossi, que era el director periodístico y me decía: Mire, disculpe Sibila, pero le voy a tener que sacar esta nota. Y le contestaba: Pienso que nuestros lectores tienen que enterarse de esto, yo hago mi nota, hago mi trabajo, usted haga lo que le parezca. El otro objetivo que tenía, era que me leyeran mis colegas, para que alguien me tirara una soga. Había estado haciendo algunas colaboraciones para el suplemento cultural de Clarín, muy pocas, muy espaciadas y para la sección Opinión también que la manejaba Armando Vidal. Entonces, hubo un par de notas que a Marcos Cytrynblum, que era el director periodístico de Clarín, le gustaron mucho y me mando a llamar. Justo en ese momento se había peleado con Jorge Asís, entonces me buscó un poco como reemplazo para notas de color y me ubicaron en información general, con la idea de ver cómo me manejaba y ahí me sentí muy cómoda. Estuve en esa sección llamada Sociedad durante los 30 años de Clarín y fue el lugar que me gustó más, porque me permitió hacer de todo. Tocar temas científicos, temas de salud, cubrir desastres y emergencias, notas sobre medio ambiente, derechos humanos en el sentido de lo cotidiano. Yo misma fui ampliando y ampliando el área, con temas de salud, cubriendo desastres, sobre todo inundaciones, que es lo más común, continué con comunidades indígenas, temas ambientales, todo de manera natural. Después seguí con discapacidad y, a partir de 2008, con conciencia, empecé a trabajar fuerte en los temas de género, hasta que al final dije: a mí lo que me interesa son los derechos humanos. Ese fue mi recorrido en Clarín, durante muchos años estuve también haciendo en simultaneo notas culturales, de espectáculos, como colaboradora y alguna nota en el suplemento cultural, hasta que dejé de hacerlas porque no me las pagaban extra y dije: basta, se acabó, no regalo más nada.

¿También condujiste un programa de música floclórica?

No, no era de música folclórica, era música popular argentina y del resto de Latinoamérica, eso fue desde mayo del 84 a julio del 89. El programa se llamaba “Bombos y platillos”, duraba media hora, salvo los viernes que la duración era de una hora y yo aprovechaba para hacer una entrevista con el instrumento, de manera tal que las respuestas fueran mostradas, explicadas, etc. Yo trataba de seguir un hilo conductor a través de la música y tomaba un tema a lo largo de un programa o una serie de programas. Por ejemplo, la casa. Empezaba por la vereda, seguía con las puertas y ventanas, el patio, la cocina, el dormitorio. Eso me permitía pasar del tango a Chico Buarque, a un candombe y poder mezclar mucho. Presentaba la temática y el tema, podía empezar con La Casita de mis Viejos, seguir con Corrientes 348, realmente aprendí mucho haciendo ese programa, porque tenías que escuchar y tener tiempo para buscar y escuchar todas las canciones. Hoy en día, que está todo digitalizado, es una pavada; los CD los ponés y sabés cuánto duran, pero no sabés lo que era con los vinilos y además cargar la mochila, porque iba a grabar una vez por semana. Pero al programa lo tomaban directo o en diferido las emisoras de Radio Nacional de buena parte del país. Para mí era un gran orgullo, porque se sentían representados también ahí. Para que te des una idea, El Bolsón, Esquel, Santa Rosa, Bahía Blanca, Paraná, Rosario, Santa Fe, Puerto Iguazú, se pasaba prácticamente en todo el país. Me daba mucho laburo prepararlo y me pagaban chirolitas realmente. Fue durante el gobierno radical, después vino Julio Marbiz, asumió la conducción e hizo una radio totalmente diferente y me ofreció otra cosa que no tenía nada que ver y me fui.

Tenés una docena de libros escritos, pero hay algunos que sobresalen como el del Malevo Ferreyra y el de Marita Verón, ambos con Tucumán como escenario, ¿cómo fueron esas experiencias?

Mirá, fueron varias líneas confluyentes, porque tengo tres libros sobre Tucumán, el tercero es Tucumantes. Empecé a fijarme cuando al Malevo Ferreyra lo juzgan en diciembre del 93, eso trasciende los límites de Tucumán y estábamos pendientes, yo recuerdo estar en la redacción del diario viendo televisión. Yo estaba en ese momento en pareja con Luis Pazos, que también era compañero mío en el diario y nos preguntábamos: ¿Cómo, recién ahora lo juzgan? Porque sabíamos que había tenido causas por tortura seguida de muerte, algunas causas habían salido publicadas en el diario y ahí empecé a seguirlo de cerca. Cuando a él y a ocho subordinados los condenan a perpetua, por triple homicidio agravado por alevosía, se amotina con el apoyo de la policía –obviamente- en la alcaidía de los tribunales. Él y alguno de los suyos y lo rodean. Se acerca en ese momento su pareja, una chica muy joven que tenía la tercera parte de su edad y le entrega el uniforme, el disfraz de Malevo Ferreyra. Tenía toda una multitud vivándolo y acompañándolo. Cómo puede ser que este tipo mató y lo condenaron por asesinar a tres personas, en conjunto con otras ocho o sea que ni siquiera lo hizo solo y lo están aplaudiendo y se fuga abiertamente delante de las cámaras de televisión, con una granada en la mano y del brazo de la chica. Estuvo 85 días prófugo. Además, hay todo un mito detrás de él, se lo ve como a un justiciero, cuando en realidad es un asesino y un torturador. Yo no entiendo nada, yo quiero entender esto, me dije. Entonces, en ese momento pensamos con Luis en hacer el libro. En principio habíamos empezado juntos, pero después de eso yo avancé bastante cuando hice el primer viaje. Lo hice en febrero del 84, por mi cuenta, y ya había avanzado mucho y seguí sola el camino. Había estado antes algunas veces en Tucumán cubriendo algunas notas. Una vez, cuando estaba Bussi como gobernador electo, en ese momento él estaba de viaje y estaba su vice a cargo y me mandaron del diario para participar en una mesa redonda sobre un tema policial. La impresión que tuve las primera veces que fui a Tucumán, era la de estar en Buenos Aires post dictadura y me llamaron la atención la estatuas de una parte del parque 9 de Julio, porque había dos milicos y un cura. Dos milicos y un cura y eran muy feas, además. Esto debe haberse hecho en la dictadura, no puede ser de otra manera y siempre me intrigó. Por más que preguntaba y preguntaba, nadie me sabía decir nada. Pero esa sensación de estar en la post dictadura la tuve hasta que me fui acostumbrando y, cuando empecé a trabajar con el libro del Malevo viajé tres veces; gestioné la entrevista con él, en ese momento ya estaba preso, condenado. Estaba en la cárcel de villa Urquiza, en una especie de departamento tipo casa con un patiecito. Estaba muy cómodo, realmente. Fue un trabajo duro, muy fuerte, le hice muchas entrevistas, muchísima investigación.

¿Qué impresión te dio él?

Yo cuento al principio lo que me pasó. El abogado de él, que pretendió cobrarme, y un intermediario que trabajaba en La Gaceta, estábamos los tres en un bar del centro, le dice: Si vos querés ayudarla a la chica, ayudala, pero le voy a decir una cosa, yo no sé si usted le va a poder sostener la mirada porque a los delincuentes, cuando los miraba, se hacían encima. Yo no soy delincuente, le dije, y el tipo quedó medio desconcertado. Había leído algunas cosas sobre la mirada de él. Cuando entro a la cárcel de Villa Urquiza, voy a la parte de la dirección; ya estaba todo arreglado previamente, así que seguridad ya había dado la orden y dicen que traigan al interno y yo veo que lo traen por el pasillo y lo veo a unos metros. En ese momento, te confieso, el corazón me dio un tumbo y cuando nos sentamos yo empecé con las preguntas blandas, que es lo que tenés que hacer, preguntas sobre la infancia, la adolescencia, obviamente había leído todo lo que había encontrado sobre él y eso lo relajó muchísimo. Ahí me di cuenta que el tipo tenía una mirada como las de las aves rapaces, por ejemplo, la lechuza te mira fijo, así y de repente hace así y mira fijo a otro punto donde no hay nada. Entonces, no es una mirada intencionada, es la mirada de un tipo de tic, me di cuenta de eso y me quedé tranquila. Tuve una buena relación con él, hay preguntas que no le hice porque sabía que me iba a macanear, que iba a mentir. Ordené mucho mis entrevistas, mi primer viaje fue de investigación, buscar documentación, hablar con las personas que podían hablar en contra de él, hacer algunas entrevistas de contexto. El segundo viaje ya fue para entrevistar a personas allegadas a él, que además le pedí a él con quienes hablar y que me ayudara. Mientras tanto, entrevisté a la madre que vivía en Luis Guillón, acá en la provincia de Buenos Aires, fui con una carta de él, porque si no, no la va a atender, me dijo. Una viejita amorosa.


¿Qué opinión tenía del hijo la madre?

No decía gran cosa, en un libro de investigación periodística no sé si las opiniones valen tanto como la información. A mí me interesó mucho trabajar la historia familiar, su infancia y adolescencia. El venía de una familia de cañeros, de cañeros independientes, la madre tiraba caña para un ingenio y el padre y los hijos para otro con los cinco varones -después vino la hermana más chica- estaban pelando caña, cortándose los dedos con la escarcha de la caña que les dejaba los dedos a la miseria. Tuve que estudiar mucho la historia del azúcar en Tucumán, que me resultó fascinante además y ahí puse el primer paso para lo que después fue Tucumantes.

Tenés una ligazón muy fuerte con Tucumán, porque después viene el libro sobre Marita Verón.

Te cuento, se dio que tuve que viajar otras veces más a Tucumán, tres veces viaje por El Sheriff y a mediados del 96 ya estaba por sentarme a escribir, tenía un boceto sobre el libro, cuando surgió otro proyecto con Luis Pazos, de otro libro y dije: bueno paro cuatro o seis meses y después lo retomo, pero después ya había pasado el momento, estaba cansada y lo abandoné por trece años, pero en el ínterin viaje otras veces por trabajo, cubriendo inundaciones o de vacaciones con Luis. Y, cuando él se mató, volví para actualizar datos y ahí retomé el libro y me encontré con que era muy poco lo que había cambiado y lo que había que actualizar, cosa muy tremenda porque habían pasado trece años. El libro salió en noviembre de 2009 y me dije, con qué sigo, quería algo multidisciplinario, yo no aguanto el monotematismo, me gustan las cosas que se intercalan, por eso me gusta la cobertura de desastres y emergencias, porque hablas de producción, hablás de cultura, hablás con la gente en directo, hablas de política, de legislación, de investigación. Entonces, pensé en seguir con un tema de trata sexual, pero no voy hacer un tratado sobre la trata, tengo que tomar un caso y pensé en Marita Verón, que en ese momento estaba totalmente impune, sin ninguna posibilidad de juicio, te estoy hablando de 2010, y pensé: yo tengo que entrevistar a la Chancha Ale, que es el acusado principal. Nunca fue juzgado por eso, pero es el tipo que la mandó a secuestrar. En ese momento Ale tenía un gran poder, yo no puedo ir a meter la cabeza en la boca del león, es más, no fui a presentar El Sheriff, porque obviamente, dentro del libro, están La Chancha y El Mono.

¿Había alguna relación entre La Chancha Ale y Ferreyra?

Han mantenido sus negocios. El malevo nunca se metió con ellos, nunca le hizo nada, pocas, muy pocas veces. Pero abandoné el proyecto de Marita Verón y la trata sexual y empecé a trabajar en Tucumantes, en 2011 me voy a Tucumán y hago una gran recorrida con entrevistas por la zona oeste, sudoeste, donde había estado la represión más fuerte del Operativo Independencia. Hice muchas entrevistas, yo ya tenía el boceto del libro, tenía las historias, algunas pocas entrevistas las había hecho acá, en Buenos Aires. Volví en septiembre de 2011, en septiembre yo cumplía los 60 y dije: Bueno, ahora me jubilo y me dedico a Tucumantes y en octubre salió la fecha del juicio por Marita Verón, cambié y me dije: yo no me jubilo nada, yo esto no me lo pierdo. Porque sabía muy bien qué había detrás, conocía toda la historia porque la había investigado para El Sheriff y sabía que en el juicio, como no estaba imputado La Chancha, desde la querella iban a tratar de meterlo y de que lo investigaran y desde el otro lado iban a tratar de impedirlo. Yo conocía muy bien todo eso, después me encontré con que era la única que lo conocía de mis colegas, porque en Tucumán nadie conocía esa historia, porque obviamente La Gaceta siempre tapó todo.

¿La Gaceta pertenece al grupo Clarín?

No, es independiente. Entonces dije: cuatro o seis meses y después retomo Tucumantes, pero el juicio duró once meses, me terminé jubilando un año y medio después, pero a la segunda semana del juicio, pide declarar una de las acusadas de Tucumán, porque también había acusadas de La Rioja, y empieza a contar que ella fue prostituida por sus padres, quienes la entregan a la Chancha Ale, que en un momento la detiene el Malevo Ferreira y la picanea. Y empieza a hablar de la matanza de Los Gardelitos hecha por los Ale, todo eso yo lo conocía de memoria, pero esto no viene para mi nota, todo esto queda afuera de la nota, pero tenía un libro. Así que al final terminé escribiendo La Red, la trama oculta del caso Marita Verón, donde tomo el caso y el juicio para hablar de la problemática de la trata sexual, fundamentalmente en la Argentina, pero también sus ramificaciones. Durante ese año viví más en Tucumán que en Buenos Aires, seguí investigando y juntando información para Tucumantes, seguí en contacto con las personas a las que había entrevistado y empecé a formar y gestar amistades, algunas ya eran personas muy amigas mías, pero se fueron intensificando otras amistades, muy, muy fuertes, así que cuando llegó el momento de escribir Tucumantes ya estaba totalmente maduro. Las dos investigaciones, la de Tucumantes y la de La Red, me sirvieron una para la otra. Porque una de las cosas que descubrí en Tucumán es que la represión tuvo características que no se dieron en otra parte del país, tomaron fundamentalmente a toda la población que tuviera un activismo político, social, gremial… de la cantidad de desparecidos que hay en Tucumán, nada más que un 12,5% tenía militancia armada, los demás no. Tucumán tenía características en el gremialismo que no se dieron en otros países, en cuanto a que la FOTIA se arma a instancias de Perón y ahí hay dos visiones: una positiva hacía el peronismo o hacia Perón y otra en contra. Porque las bases eran tan fuertes, que en cada ingenio funcionaba un sindicato. Estamos hablando de los años 66, 67 y 68, que es cuando Onganía cierra once de los veintisiete ingenios, tenían su propio sindicato. Te estoy hablando de bases que por ahí eran analfabetos, pero que tenían una conciencia social muy, muy fuerte. Esas bases presionaron siempre para arriba y cuando se arma la FOTIA, de alguna manera era como bajar un poco, que no se le izquierdee demasiado el sindicalismo. Pero, concretamente a fines de los 60 y principios de los 70, había una situación pre revolucionaria en Tucumán y no estoy hablando de ese núcleo pequeño de 150 guerrilleros que formaban la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez, del ERP, que estaban además mal equipados, mal preparados, todo lo que quisieras. Al final implantaron una cultura del terror, un espacio de terror muy grande. Imaginate, una provincia pequeña, donde todo el mundo se conoce y donde las cosas se hacían abiertamente, se secuestraba, se fusilaba, se mataba a la vista de todo el mundo para sembrar terror, eso quedó y una de las cosas que vi en 2003, para que veas la cantidad de años que pasaron, cuando secuestran a Marita Verón, hubo testigos que no se animaron a hablar, nunca se animaron a hablar.

Una sociedad impregnada de terror.

Sí, impregnada de terror.

Ahí surge una figura de mítica, como la de El familiar.

El mito de el familiar, yo lo había investigado para El Sheriff, porque si transformaron en un mito o en un personaje legendario a un asesino torturador, como fue Ferreira, qué caldo de cultivo hay, qué otros mitos hay en Tucumán para que esto ocurra. Entonces, empecé a investigar la mitología que se daba en Tucumán y ahí me encuentro con El Familiar o Perro Familiar del Diablo, que fue creado, o al menos lo que pudo investigar Eduardo Rozenvaig, en la época de Clodomiro Hileret, en su ingenio, como una manera de mantener y sembrar el terror dentro de los obreros. Era un perro grande con ojos como ascuas y a veces también lanzando fuego por las fauces, que estaba en los sótanos de los ingenios y al que había que alimentar, entregándole, el patrón o el capataz, un obrero por campaña, es decir por año de trabajo, para tener una buena zafra y así desaparecían las personas, los trabajadores. Qué casualidad, que los que desaparecían eran siempre los más díscolos, los que se rebelaban contra las condiciones de trabajo, eso me llamo mucho la atención. Después empezamos a ver que en algunos casos también –me lo contaba esto Pablo Gallo que me ayudó mucho con este libro- que en el interior de la provincia se encontraba con gente que le decía que un pariente había desaparecido porque se lo había llevado El Familiar.

Muchas veces un mito nace del imaginario popular. Sin embargo, acá el mito es generado desde el poder.

Sí, pero fue asumido, fue tomado eso, fue aceptado dentro de lo que era el terror y te estoy hablando de antes de la dictadura. Lo que pasa, es que Tucumán tuvo una tradición represiva de la policía y también del ejército, desde antes de la última dictadura, desde antes del Operativo Independencia, incluso en los 50, en los 60, y eso ha sido muy fuerte. Después, lo que me encantó, cuando fui por primera vez a Famaillá en 2011, recorriendo un poco una ciudad que sería como la capital nacional de lo bizarro, en lo que se llama el Paseo de la Veneración, que está detrás del Cementerio, abierto hacía la ruta. Hay figuras de santos, todos varones, no hay ninguna mujer y está San Jorge. Siempre me interesó San Jorge, más allá que yo soy atea congénita. Nací con dos nombres paganos y no me preocupa el tema, siempre dije: podés creer en santos, pero en dragones no. Entonces, fui a ver y me encontré con que no era un dragón lo que estaba pisando el caballo blanco de San Jorge, tenía una cabeza grande medio rojiza, un color ladrillo subido, con los dientes en punta y digo: esto parece un lobo y claro, era el perro familiar. El artesano que hizo esa estatua metió ahí a El Perro Familiar, no hizo un dragón.

Un sincretismo reivindicativo.

Lo que me llamó la atención, no con esto solamente, y se lo he comentado mucho a amigos y amigas de Tucumán, incluso amigos fotógrafos, que siempre ponen el ojo en otro tipo de detalle, pero ninguno se había dado cuenta. Muchas cosas que yo observé en Tucumán, que me llamaban la atención, ninguno las había advertido. Han vivido y siguen viviendo; los que han leído Tucumantes, ya tienen otra visón. Empezaron a resignificar su propio contexto y su propia historia familiar. Pero esas cosas que a mí llamaban la atención, como las estatuas del parque, que finalmente pude descifrar la historia, a nadie le llamaba la atención.

¿Cómo ves el periodismo actual y qué consejo le darías a un joven periodista?

Lo que llega abiertamente lo veo mal, lo veo muy mal, porque creo que hay más operaciones mediáticas, más operadores mediáticos que periodistas o hay show de noticias. La televisión me parece lamentable. Es muy poca la información que encuentro, cuando busco información la busco por internet y tengo que rastrear mucho. Siendo yo una profesional en esto, digo: cómo no preguntaron esto, cómo no preguntaron lo otro, cómo no se les ocurrió averiguar tal cosa. Para que te des una idea, la vacuna que vino de la India, Europa la descartó para mayores de 60 años porque no la consideraban segura y acá se aceptó; después vi que, unos días después que Europa la rechazara, la OMS la aceptó, pero esa pregunta nadie la hizo, nadie preguntó ese dato. Son cuestiones simples de información. Después está el daño que hizo la televisión y el propio grupo Clarín, eso yo lo vi desde adentro, cómo se iba formando y no me lo contó nadie. Mis últimos años en Clarín fueron bastante difíciles, desde una sección donde se podían hacer cosas, donde hacía piruetas en una baldosa, esa es una cosa que no te había dicho antes, porque sociedad es una sección no tan vinculada con los temas políticos, con política dura, me planteaba la exigencia de notas muy tontas, muy estúpidas, intrascendentes, y discutía mucho para bajar notas y no hacerlas porque me parecía que era un disparate, que no tenía sentido o a veces era información que no estaba suficientemente chequeada o que no tenía relevancia, es decir: que si te encontrás con una información que dice: encontraron el remedio para tal cáncer y empezás a averiguar y fue probada en 24 personas nada más, y uno ya sabe cómo operan los laboratorios que le pagan a muchos periodistas. Entonces, no podés dar esta información porque ilusionas a un motón de gente, sin tener una garantía de que esto va a funcionar. Está lleno de opinadores, de un lado y del otro. No se busca información, opinan sin saber, dedican su tiempo a opinar y operar. Y, lo peor de todo, es que esto repercute en cómo se vota y a quiénes se vota. ¿Para qué sirve el periodismo? Para brindar información. Si vos conocés nada más que dos opciones, no podés elegir mucho, pero si conocés cinco, podés hacer una elección mejor, o podés decir primero esto y después esto otro. Para eso es importante la información y en situaciones de desastre, como la pandemia, es fundamental la información. Porque además provocan mucha incertidumbre y la información te calma y te dice, por esto no te preocupés, por esto no te preocupés pero ocupate, para eso sirve, fundamentalmente en momentos como este. Entonces, yo qué recomendación daría… a veces me pongo escéptica, que se formen, que estudien, que hablen con las personas, que vayan personalmente, que no endiosen a nadie, que no tengan ídolos y que duden de todo, que lean mucho, pero que lean literatura, que lean ensayos, no libros de comunicación solamente, para escribir mejor, lo que más me ayudó fue la literatura. A ver los detalles, me enseñó la literatura.

viernes, 5 de marzo de 2021

San Telmo, donde la historia pervive

SAN TELMO, DONDE LA HISTORIA PERVIVE

por Eduardo Silveyra 

 

 



Se puede decir -ya lo han dicho otros- que porteños serían aquellos habitantes de la ciudad cuyos barrios están ligados al puerto, es decir: Retiro, San Nicolás, San Telmo, La Boca y Barracas, aunque este último esté más recostado sobre la orilla del Riachuelo. Podría sonar como una arbitrariedad, pero en una ciudad construida de espaldas al Río de la Plata, cuanto más nos alejamos del mismo su resonancia se vuelve más extraña y su influencia se diluye en la llanura edilicia de ese pedazo de pampa. Podemos decir también que, Retiro y San Nicolás han perdido parte de su historia como barrios y se han convertido en centro comerciales, en cierto punto ligados al implante espejado de las torres de Catalinas Sur. En esa conversión, que conlleva la suplantación de vecinos por oficinas, gran parte de la identidad histórica de estos barrios ha sido barrida.

La Boca, donde la especulación inmobiliaria llevada adelante por los gobiernos de Macri y Larreta, no ha sido ajena a estos cambios y muchas veces para que el cambio se produzca, se han producido incendios de viejos conventillos y casas ocupadas, con el fin preciso del desalojo, muy dificultoso si se siguen los pasos judiciales. El viejo barrio donde se respiraba el aire napolitano, con sus tarantelas festivas y en cuyos bodegones se acunó el tango arrabalero de la mano de Rosita Quiroga y Juan de Dios Filiberto, también fue un reducto de pintores, con una larga lista comenzada por el inevitable Quinquela Martín y continuada por otros como, Victorica, Alberto Cedrón, Martínez Howard, Rómulo Macció, Marcia Schwartz y muchos más, a los cuales uno podía encontrar durante el día o la noche, en lugares como La Proa de Caminito, después de una jornada creativa en alguno de los atelieres ubicados en la pieza de algún conventillo. Esa identidad se ha perdido con la arremetida del negocio inmobiliario, que ha derruido el viejo conventillo y su sociabilidad, para transformarlo en una casa uniformizada que trata de revivir de algún modo a las construcciones demolidas. Tampoco se ha salvado este barrio de los implantes, como las moles de cemento construidas en Casa Amarilla porque, en definitiva, no todo apunta al supuesto mejoramiento sino a la conversión del barrio en un paseo turístico, donde el visitante puede encontrar una placa de acrílico fijada a la pared del nuevo edificio que le diga: en este solar vivió Fulano de Tal. Aunque de tal personaje ya no quede ni la sombra. Con Barracas sucede algo parecido, la idea de convertirlo en un centro de diseño, es una copia que obra como una imposición cultural, aparejada a la industrialización de la producción artística, muy acorde con los nuevos tiempos, que no deja de lado una señaléctica indicadora de cómo guiarnos en el recorrido para saber qué encontrar. Esa deshumanización también abarca a los lugares de encuentro, el viejo bar de mesas de maderas lustrosas y sillas estilo Thoné, ha desaparecido para suplantar la madera por el metal y al ventanal por la transparencia vidriada. El encuentro de intercambio humano ha cobrado otras formas, para establecerse en lo líquido de las relaciones que se establecen en las redes. En una sociedad donde son pocos los que se encuentran para hablar e intercambiar con el otro, estos lugares son ideales para comunicarse a través de mensajes y fotos, con aquellos que no asistieron al encuentro.

Ante este fenómeno deshumanizante, que atañe a las relaciones y a las construcciones sociales urbanas, se puede decir que el único barrio vivible de esta ciudad es San Telmo, en una geografía cada vez más despersonalizada, donde todo aquello que es patrimonial se lo demuele para instalar una construcción moderna e internacional. Este barrio, a pesar de los embates de los negocios inmobiliarios, sigue teniendo su impronta creativa y diversa, donde la gente se reúne en los bares a conversar y es habitué de lugares como La Poesía, El Británico, El Federal, El Hipopótamus o Mi Tío. Ni siquiera en La Boca, donde los italianos –como dijimos antes- forman parte de lo fantasmal, perdura ese fluir del encuentro imprevisto y lo creativo. Podríamos nombrar a Mataderos con sus peculiaridades gauchescas pero, más que un barrio porteño, es como la entrada de la ruralidad a la ciudad, con su salvajismo chistoso. San Telmo es otra cosa, tiene una larga historia muy ligada a las orillas del río, cuando éste llegaba hasta lo que hoy es la avenida Paseo Colón y en él se afincaba la burguesía comercial integrada, entre otros, por los Echeverría, los Alzaga y los French, nominados vecinos ilustres y enriquecidos como tantos otros por el contrabando. También fueron habitantes del barrio de San Pedro Telmo otros ilustres, como Rivadavia y Belgrano y el poeta colonial Esteban De Luca. De no haber aparecido la fiebre amarilla en 1871, con la posterior mudanza de los ricos hacia el norte y de haber borrado el Pedro de la denominación, San Telmo, hoy tal vez sería otra cosa o quizás nada, y en sus veredas y calles adoquinadas nunca hubieran puesto sus pies, el escritor polaco Gombrowicz o el dibujante Quino.

A partir de esa epidemia, paso de ser el barrio de los ricos a ser “el barrio de los negros” quienes, liberados de las ordenes de los patrones, tomaban las calles con el ritmo del candombe. Con el correr del tiempo, se incrementó esta población con la llegada de inmigrantes europeos, quienes en busca de “hacer la América” se hacinaban en las piezas de las antiguas casonas y mansiones, transformándolas en inquilinatos. El alquiler de las mismas era oneroso y una pieza podía estar ocupada por una o dos familias. El barrio cobró otra impronta, ligada al puerto, al tango, a la inmigración y a la política, cuando Evita creó la Fundación Eva Perón y construyó el edificio donde hoy funciona la Facultad de Ingeniería. Esa traza de barrio trabajador, de candombe y de inmigrantes, se mantuvo con el paso del tiempo y motivaba molestias. En 1957 el intendente de facto Augusto Bonet, de la Revolución Libertadora, presentó un proyecto, que no prosperó, para demoler las 120 manzanas del ejido barrial y construir un nuevo barrio, asignándole al estado el rol de destructor del pasado y constructor de un futuro sin historia. Se lo podría considerar a Bonet como un precursor radicalizado de los nuevos tiempos, que tuvo su émulo veinte años después en otro intendente de facto, Osvaldo Cacciatore, quien para la construcción de la autopista 25 de Mayo, en 1977, demolió cientos de casas y muchas con acervo histórico.

Si San Telmo le debe algo a alguien, es al arquitecto Peña el cual, desde el Museo de la Ciudad, se ocupó no solo de la preservación del casco histórico del barrio, sino que lo enriqueció cuando, en 1970, fundó la Feria de Anticuarios en la Plaza Dorrego, la que con el correr de los años se fue extendiendo a lo largo de la calle Defensa, para convertirse también en feria de artesanos durante los días domingos y feriados. La feria y sus visitantes traen consigo la resonancia de otros pasados, convocados en el viejo mercado, donde todo se mezcla y pervive en las diferencias, porque frente a un puesto de verduras, también puede ubicarse el local exquisito de un anticuario o el de venta de quesos artesanales, o uno ya no tan exótico de elaboración de tacos mexicanos u otro de arepas colombianas. Quizás el mercado obre como una metáfora de la representación real del barrio y su cosmopolitismo, también representado en las iglesias, no solo en la fundante de San Pedro Telmo, sino en aquellas de los distintos cultos cristianos, como la protestante sueca y noruega y la ortodoxa rusa con sus cúpulas celestes, frente al Parque Lezama. Parque salvado del enrejado padecido por casi todas las plazas ciudadanas, gracias a la intervención de la organización Basta de Demoler, pero sobre todo de los vecinos, sabedores que cada plaza enrejada, no sólo significó la pérdida de la libertad de su uso, sino también el despojo del mobiliario urbano, en el cual un cómodo banco de madera, es suplantado por un adefesio de cemento sin respaldo, muchas esculturas desaparecidas, junto con los canteros tapados por el hormigón y la aparición de los borlados europeos para marcar los senderos. Otra imposición, totalmente ajena a las urbanizaciones sudamericanas.

El ineludible Georges Steiner, en La idea de Europa, nos dice que, el bar es el lugar donde se encuentra al conspirador, al escritor, al flaneur y al artista. Nos dice también, acerca de ese reducto abierto, que si alguien deseaba conocer a Sartre, Camus o Simone de Beauvoir, no tenía más que correrse hasta cierto café parisino para encontrarlos. Ese acontecer se replicó en los bares céntricos de la ciudad, y San Telmo no estuvo exento de esa pertenencia. En los años 80, cuando la movida contracultural post dictadura soplaba fuerte y producía revistas como El Porteño y Cerdos & Peces, uno no tenía más que acercarse hasta El Británico, pasadas las 10 de la noche, para encontrarse con Enrique Simms, Patán Ragendorfer y el entrañable Fabián Polosecki y compartir con ellos una copa de vino o un café. Hoy, tal vez esa cita o lugar de encuentro de producción cultural ya no exista de tal modo, pero sí pervive en lugares determinados como La Poesía, donde muchas veces se dan encuentros políticos inimaginables y es uno de los sitios elegidos por el artista plástico Daniel Santoro, para discurrir lecturas y escritos. Algo semejante ocurre con la pizzería y cooperativa Mi Tío, donde a la noche, el encuentro de la militancia barrial entonada por los vinos, revive pequeños estallidos dionisiacos del peronismo al son de la marcha, casi una manera inconsciente de oposición a cierta gentrificación sufrida en pequeñas cuotas de desplazamientos.

Por encima de los tiempos pandémicos y sus restricciones, San Telmo no pierde su aire festivo ni su circulación creativa. Sentado a la mesa de cualquiera de sus bares, uno puede ver pasar a una chica con su dreadlocks y con una carpeta llena de dibujos bajo el brazo, a un marchante con un cuadro, a unos músicos aparecidos de la nada con sus ritmos y melodías o a un grupo de estudiantes de cine con sus equipos. San Telmo es eso y cada domingo lo exhibe ante los ojos de todo el mundo cuando, al finalizar la feria, las cuerdas de tambores de las agrupaciones candomberas copan la calle Defensa y se desata el baile, el baile de Dionisio, donde todos se mezclan como en los carnavales, donde el rico se disfraza de pobre y el pobre de rico; el hombre de mujer y la mujer de hombre; donde el festejo ocurre después de la jornada de trabajo como en los viejos rituales paganos. Tal vez para decir que el barrio, el viejo barrio, a pesar de los ataques resiste con su historia guardada no solo en los museos, sino en la memoria de su gente, que nunca olvida que el Club Atlético San Telmo o El Candombero, en el metropolitano del 76 se dio el gusto de ganarle a Boca 3 a 1 en la cancha de Huracán, donde hacía las veces de local, en su único paso por la divisional mayor del fútbol argentino.