martes, 14 de septiembre de 2021

Bar La Paz: una muerte anunciada

Atravesado por la crisis generada por la pandemia y otras anteriores, marcadas por las políticas de cada década, el bar La Paz cerró sus puertas y abrió diferentes miradas sobre su cierre.

por Eduardo Silveyra

LOS 70. Un 21 de agosto del año 73 y a pocos meses de cumplir los 18 llegué a Buenos Aires, atrás quedaba el grisáceo esplendor de Montevideo asolado por la dictadura militar, el viaje trepidante lo hice en el Vapor de la Carrera y, en la valija, traía una suma de dinero importante para solventar la vida azarosa de unos compañeros exiliados, entre los cuales estaba una amiga del barrio, Graciela Altesor Licandro, quien decía no gustarle Buenos Aires y esperaba ansiosa mi llegada para poder irse a Francia. Al día siguiente de mi llegada Graciela me invitó a conocer la avenida Corrientes; a la tarde, casi cayendo la noche, nos fuimos caminando desde Córdoba y Larrea, en busca de la calle que según el mito nunca dormía. Ya estábamos por cruzar Callao, cuando una marcha conmemorando el primer aniversario de la masacre de Trelew detuvo nuestro paso y nos quedamos observando el despliegue de una columna del PRT con sus banderas y los rostros algunos militantes cubiertos con pañuelos. En esos momentos recordé que, un año atrás, habíamos participado de una marcha pequeña, desde el Liceo Bauzá hacia la embajada Argentina, en el montevideano barrio de El Prado, a protestar contra la masacre perpetrada por del gobierno de Lanusse. Tuve ganas de meterme en la que mirábamos pasar, pero Graciela no estuvo de acuerdo y atravesamos la columna, porque nuestro objetivo era llegar al Obelisco. Pero, apenas cruzamos la calle, una bomba incendiaria cayó sobre unos patrulleros estacionados sobre la vereda de la disquería Zivals. Enseguida comenzó el desbande, las corridas y los gases. Nosotros también corrimos y, para evitar la represión, buscamos refugio en el bar La Paz, el nombre resultaba atractivo para eludir un momento tan convulso, pero apenas habíamos pedido un par de cafés al mozo, cuando entró la infantería y un sargento colérico ordenó tirarse a todos en el piso. Con Graciela nos miramos y, con cierta ingenuidad, le dije al sargento: Somos uruguayos. El tipo, más encabronado que nunca, me agarró de los pelos y me tiró a la vereda, mientras Graciela salía a las apuradas y me agarraba del brazo para salir a la disparada y volver hacia Córdoba y Larrea, presurosos y un tanto frustrados. Al llegar a la casa donde parábamos, contamos los momentos vividos y el dueño de casa, un tipo alejado de la militancia, nos aclaró que en ese bar paraban intelectuales, gente de izquierda y hippies. Es como el Sorocabana de Montevideo, nos previno. Tiempo después, Graciela partió hacia Francia y yo, enamorado de Buenos Aires, me quedé. Trabajaba como cadete en una fábrica de camisas por Almagro y, al salir, todas las tardes me iba caminado por Corrientes hasta llegar al bar La Paz, tomaba una ginebra, después recorría librerías y volvía a alguna de las mesas con un libro para pedir otra ginebra. Yo ignoraba que, en otras mesas más alejadas, podían estar Haroldo Conti, David Viñas o Rodolfo Walsh, discutiendo los diversos avatares políticos y literarios. En un tiempo de variadas iniciaciones, de golpe, fui haciendo amistades, porque también era una época donde la gente bebía un vino y abría los corazones. Mis amigos eran Nora Fresneda, Julio Teisera, Lala Fernández, Graciela Meloni y Manuel el Uruguayo, con los que a veces nos quedábamos hasta el cierre y luego partíamos a La Giralda, para esperar con un café eterno, la hora para ir a un recital de Spinetta en el cine Lorca, un domingo a las 11 de la mañana. El La Paz de esos años 70 era deslumbrante y su ajetreo era mayor al languidecido Sorocabana montevideano. A veces fumábamos un porro en la playa de estacionamiento de al lado y volvíamos a la conversación alucinada sobre los textos de Artaud o la magnificencia de Baudelaire, interrumpida por un loco que se subía a una de las mesas y profetizaba caos y más caos, hasta que los mozos lograban bajarlo con una escoba y una incierta paz envuelta en el humo espeso de los cigarrillos retornaba, hasta que hacia su llegada el profesor Uriarte Ribaudi, un tipo flaco, desgarbado y desprolijo, que usaba la misma camisa durante 15 días y siempre lucía la boina roja de los requeté. Los mozos lo detestaban porque se pasaba horas y horas con un café y siempre discutía con Perica, que era comunista y famosa por sus minifaldas. En esa fauna variada también circulaba el estrambótico músico Pipo Sol, que cierta vez anunció su estreno musical como telonero de León Gieco en el cine Pueyrredon, pero arruinó su debut al ir al recital con su madre y al anunciar su primer tema titulado Extremista, lacra de la sociedad. Una lluvia de objetos cayó sobre su persona y, entre aullidos reprobatorios, abandonó el escenario sin cumplir su sueño de rock star. Es posible que todo ese fulgor funambulesco comenzara a disiparse en el año 75 cuando, en un anticipo de lo que vendría después, una noche estalló una bomba en el baño de hombres y, a partir del golpe del año siguiente, los exilios y las redadas policiales lo volvieron un lugar a evitar, para no terminar durmiendo en una celda de La Quinta o La Tercera, que se disputaban la jurisdicción del La Paz. En tan evitable se convirtió el lugar, que hasta el diarero que vendía la sexta edición de Crónica anunciando la muerte de Pinochet tuvo que cambiar el verso.


 

LOS 80. A principios de esa década, el bar fue recobrando el brillo perdido y a veces uno podía encontrarse allí con Jorge “Dipy” Di Paola, quien contaba sus peripecias para filmar un documental sobre su antiguo maestro Gombrowicz, en una mesa donde, entre otros, estaban Ricardo Barreiro, quien aun no había pergeñado su obra máxima, Parque Chas, publicada en la revista Fierro y el blusero Pajarito Zaguri. A pesar de las redadas, la gente volvía desafiante aunque tuviera que comerse 24 horas detenido en la comisaría, tal como les sucedió una noche a Miguel Briante y a Osvaldo Lamborghini, que fueron subidos al patrullero ante la vista de un preocupado Jorge Dorio que, a los pocos minutos de ese acontecer, al verlo llegar a Quique Fogwill, le comentó lo sucedido y este, con el humor ácido del que hacía gala le preguntó: ¡Cómo!, ¿la policía también sabe que escriben mal? Ciertos cambios comenzaron a vivirse otra vez en La Paz durante la guerra y después de la derrota en Malvinas. Cuando la junta militar anunció el llamado a elecciones para retornar a la vida democrática, se vivió una noche inolvidable, animada por las estrofas de la marcha peronista y el grito de: ¡Se va a acabar, se acabar, la dictadura militar! Entonces, uno ya pudo comenzar los encuentros con el entrañable poeta Raúl Santana, con las hermanas Marcia y Claudia Schvartz y perderse en una divagación con la loca creatividad de Krisha Bogdan y Julio el Arquitecto y vivir una noche de amor poético con Nora, que también podía ser una nocturnidad furiosa de ginebra con Enrique Simms y Patán Ragendorfer. Fueron también los años de un recuento dolorido por las ausencias provocadas por los exilios y las desapariciones forzadas de aquellos que solo volverían a sus mesas en el recuerdo de una charla donde, entre otros, estaban Jorge Asís, el poeta peronista Alfredo Carlino, Raúl Santana y el recién llegado Germán García que, al preguntarme a qué me dedicaba, le respondí: a escribir. Respuesta que fue devuelta con otra pregunta: ¿Qué publicaste? Nada, volví a responder. Fue así que Germán se volvió más lacerante y lapidario, al decirme: Entonces, todavía no sos escritor. Esas respuestas me llevaron tiempo después a iniciar un recorrido en el psicoanálisis y a publicar mi primera novela, Esta puta m
emoria
, con el prólogo escrito por el querido y desafiante maestro y editada por Leviatán, la editorial que dirige Claudia Schvartz, otra amiga conocida en ese bar que, al llegar los años 90, se fue desvaneciendo para ser solo un hito de algo que ya no volvería a repetirse, como ver sentada en alguna de las mesas sobre los ventanales de la calle Montevideo a la poeta Leonor Hernando, escribiendo sus luminosos poemas en un cuaderno Arte o el arribo furtivo de la también poeta Susana Cerdá y al flaco Enrique Zattara junto a Liliana Hecker, con los ejemplares de El Ornitorrinco recién impreso.

TIEMPOS. Los tiempos cambian como cambia el hombre, asegura el refrán y así parece ser viendo el devenir de la misma vida. Entonces, es posible que el bar La Paz no haya cerrado ahora por la crisis provocada por la pandemia, sino antes, en los imprecisos momentos en los cuales las generaciones pierden su juventud con los sueños rotos y en la destrucción llevada a cabo en la misma calle Corrientes, donde los bares dejaron de ser parte de la gestación cultural y la discusión política; donde las librerías, que eran también puntos de encuentro e intercambio, dejaron de serlo al ser absorbidas –salvo algunas excepciones- por las grandes cadenas ligadas a la industria editorial. Tal vez haya comenzado a morir cuando la literatura abandonó a la bohemia para yacer en la liquidez de la virtualidad, donde se valida o no a una literatura impuesta muchas veces por el mercado, es decir, a la fragmentación de los gustos y tendencias para convertirlos en nichos del comercio hegemónico. Quizás, otra agonía haya comenzado cuando Laiseca lo sentó de culo de una piña a Osvaldo Lamborghini, en una tarde ochentosa y la discusión, la pelea y lo afectivo se corrieron con el tiempo hacía el campo de la denuncia, el bloqueo y la cancelación en las redes con sus impunidades impersonales. En ese sentido, la muerte de este bar y tantos otros también marca el corrimiento del discurso político, llevado a cabo por el liberalismo hacia los lugares de la emotividad reptiliana y a la ausencia de discusión de las ideas que lleva adelante la derecha. En un tiempo que nos resulta asesino, donde los vínculos se establecen con otras relaciones corporales y físicas y los lenguajes y los discursos se atomizan, el bar La Paz había perdido su sentido de enclave, dentro del corredor vidriado en el cual permanecen algunas incrustaciones del pasado. Es posible que algún mediodía o una noche cualquiera, al pasar por esa esquina, algunos miremos con dolor y con desprecio a los invasores del bar La Paz, fagocitando sushi, desligados de su propia memoria, mientras caminamos de la destrucción a la remembranza y de la remembranza al olvido.