viernes, 9 de octubre de 2020

Marta, la reina

por Eduardo Silveyra

Dicen que todo, primero, entra por los ojos. Por eso, cuando vi su foto en las sugerencias de amistad de Facebook, no dudé en enviarle la solicitud. La cuarentena, en cierto punto, me había acorralado y, para salir de esa encerrona, nada mejor que el amor, al menos eso pensaba durante esas noches solitarias y desveladas a puro vino y cigarrillos, donde desechaba y elegía candidatas a las cuales brindarles mi afecto, si es que realmente eso podría suceder. Esa Marta, según la foto, se veía esplendorosa y alegre, con todas las cosas puestas en su lugar; su melenita rubia cayéndole sobre los hombros y una sonrisa vital, dibujada en su rostro de facciones aun juveniles aunque, al igual que yo, ya había pasado los 50. A la imagen seductora, se le agregaba el dato, no menos cautivante, de su profesión: era psicoanalista, lo cual me hacía suponer a una mujer que sabía guardar la distancia del partenaire en su relación amorosa, al menos esas eran mis conjeturas. No sé cuáles habrán sido las de ella, pero a los cinco minutos ya me había aceptado como amigo y ese fue el comienzo de todo lo que vino después.


Después de presentarnos y saludarnos con las mejores cortesías virtuales, los mensajes comenzaron sucederse con cierta vertiginosidad y, una vez pasada esa etapa en qué uno se pregunta en qué barrio vivís, a qué te dedicas, con quién vivís y esas puerilidades en donde se miden distancias y se realiza alguna especulación, para entrar en otros terrenos del conocimiento y ver si es real o no la empatía, decidimos intercambiar nuestros números de celulares y continuar la conversación de otro modo. Si su foto me había cautivado, qué podía decir de la sonoridad de su voz, la misma adquiría una musicalidad embriagante puesta al servicio del énfasis exacto de cada palabra. Podría escucharla horas y horas, así me contara las cosas más insulsas o terribles acerca de su vida. ¡Cuánta alegría había en su tono! Y qué contagiosa era. Ese primer día hablamos como tres horas sin parar, y hubiéramos seguido si no fuera porque el sueño nos iba ganando a los dos y podíamos escucharnos los bostezos e imaginar otros signos del cansancio.

A la noche siguiente retomamos la conversación. Me sentía muy alegre de poder hablar con alguien acerca de las transferencias, del nudo Borromeo, de lo real, lo imaginario y lo inconsciente. A decir verdad, hacía bastante que había abandonado el uso de ese lenguaje, del cual durante un tiempo fui un prisionero. Atrás habían quedado aquellos años, donde asistía a los cursos de verano que daba Germán en la fundación. Escuchaba muy atento todo lo referido a ese paciente suyo, que había abandonado la casa en González Catán para escapar del cerco de su familia opresiva. Me gustaba escuchar la historia de ese analizante suburbano porque, por momentos, me hacía acordar a aquellos meses de invierno de unos años atrás, cuando el loco De Gregorio cruzaba la vía con el andar de los desaforados y, parado bajo el balcón de mi casa, gritando como un descocido me pedía que fuera su analista; ante mi negativa, se iba bufando y me decía:

-Si te arrepentís, estoy en la Plaza Houssay.

-El mío también para en la Plaza Houssay –me dijo Marta- duerme en los portales de la facultad de Medicina. Me contó que al mediodía y a la noche aparecen voluntarios con comida caliente… me parte el alma; si no fuera mi paciente lo traería a mi casa, es tan inteligente ese chico y la familia tan bruta. ¡No sabés lo bien que escribe! ¡Ay! La inteligencia de ese chico, no entiendo cómo puede estar tan desperdiciada.

En cierto punto me sentía condolido con su paciente, no solo porque durmiera en la calle sino porque recordaba la vergüenza que yo sentía por mi familia. Especialmente por mi padre, que nunca había leído un libro y solo veía partidos de fútbol en la tele y, con la gente, solo hablaba sobre el estado del tiempo. Se sentaba en un banquito a tomar mate en la vereda y al que pasaba le decía: “Mañana parece que pronosticaron tormenta” o “el fin de semana llueve”. Mi madre también me daba vergüenza, se dedicada a hablar de enfermedades o mal de la gente, con el fin de manipular las situaciones a su alcance. Por tales motivos había dejado de llamarlos hacía unos cuantos meses y Marta me entendía como ninguna.

-¡Cómo no te voy a entender! –Decía ella con su vocecita juvenil.

-¡Qué bueno que me entiendas!

-Yo tampoco puedo con la locura de mi madre y si le digo a alguien que no la llamo porque está loca enseguida dicen: esta es una hija de puta, que dejó a la madre tirada por ahí. La comprensión es mutua, no te parece. Por suerte, los dos tenemos hermanos que se pueden ocupar de esas cosas y nosotros dedicarnos a lo que realmente vale la pena en esta vida.

De esa coincidencia sobre las relaciones familiares, pasábamos a hablar de los gustos gastronómicos, tan sustanciales en cualquier relación afectiva que se precie de tal. Ella me contaba sobre las diferentes salsas con las cuales acompañaba los espaguetis que el hijo le había regalado.

-Las tengo a todas frizadas, pero las descongelo enseguida con el microondas.

-¿Qué gustos tenés?

-Una con hongos y tomates secos, otra al fileto, una con crema y champiñones, otra a la parisién, voy variando, tengo como 50 paquetes de espaguetis. ¿Vos que comiste?

-Un pedazo de queso y un plato de sopa de verdura.

-¡Queso!

-Sí, queso.

-Hoy me robé un paquete de reggianito en el chino, esos chinos merecen que se los robe, son unos chorros, además está muy caro el queso rallado. Y éste, encima, es un mal educado y un chorro, se pasa remarcando los precios.

-Algunos son terribles, aunque hay de todo -le decía yo- a mí el de a la vuelta me da fiado, me dijo que es maoísta y peronista.

A veces, las conversaciones se derivaban hacía esos lugares impensados, como la conducta comercial de los chinos y el don de gente de los mismos. Cada noche esperaba con ansias su llamado y sentía en mi corazón la trémula sensación del enamoramiento.

-No sabés –me decía ella- hoy cené de nuevo espaguetis, pero con pesto, y me comí un frasco chico de Nutella, no podía parar, que rico es el Nutella, está carísimo. Por suerte en el Carrefour no hay tanta vigilancia y me pude robar un frasquito. No los afecta en nada a esos chorros del Carrefour un frasco chico, encima lo venden más caro que en el chino. ¡Ay! Mejor no acordarme del ladrón del chino, no paga los impuestos y es un explotador de mierda. Igual, voy a ver si paro un poco con las pastas y los postrecitos, porque estoy quedando un poco redondita. Voy a terminar convertida en una pelota.

Lo contaba con tanta gracia que yo le decía con cierta complicidad.

-No importa, si aumentás unos kilitos te voy a querer igual.

-Eso espero ¿sabías que la gente que roba es por falta de afecto? el robo no es otra cosa que un reclamo afectivo. Cuando veo a esos pibes que los pescan en la calle, no puedo dejar de mirarles esa carita desprotegida y esos ojitos… Un poquito de cariño y el guachito ese es un médico, un abogado, lo que él quiera.

-Sí, eso dicen.

Las conversaciones nocturnas ganaban terreno en la mutua confianza y se iban explayando hacía el terreno de la confesionalidad. Fue así que, a pesar de haberme arrepentido una vez cometido el hecho, le dije:

-Hoy me acordé de vos.

-¿Ah, si, por qué?

-Me robé un sobre de aceitunas negras en el chino.

-¡Ay, mi amor! Sos un raterito de poca monta.

-Sí, encima después me arrepentí.

-No te arrepientas, vos también reclamas afecto, me doy cuenta porque a veces tartamudeas un poquito, sobre todo cuando me contás estas cosas oscuras de tu vida.

-Todos necesitamos un poco de amor.

-Así es. Yo, se ve que necesito un poco más, hoy fui a un Farmacity a comprar los medicamentos que me mando el dentista. ¡Qué disparate lo que salen los antibióticos! En este país, para enfermarte tenés que ser millonario. Encima, con esta peste ya no hay camas en los hospitales públicos. Me gasté casi dos mil pesos en una caja de antibióticos y un antiinflamatorio, por suerte encontré unos lentes de sol muy lindos, me los metí en el bolsillo y no los pagué. Algo pude compensar. No sé si sabías que Farmacity está metida con la mafia de los laboratorios, son unos hijos de puta… El sábado, cuando nos conozcamos, los llevo. Vas a ver qué bien me quedan.

No faltaba tanto para la llegada de ese día, solo una noche más de conversación en la cual preferimos no explayarnos demasiado, como para dejar cosas para decirnos en el encuentro. Los dos miramos el pronóstico del tiempo y todo resultaba auspicioso, el cielo se anunciaba despejado. Con una mínima de 12 y una máxima de 25 grados, nada mejor que ir a los lagos de Palermo a violar la cuarentena, como dos adolescentes enamorados. Nos encontramos a las 2 de la tarde en Córdoba y Salguero. De lejos adiviné que era ella a medida que se acercaba. Si bien su cuerpo había dejado de ser estilizado, tampoco era la pelotita rechoncha en la cual ella temía convertirse.

El sol brillaba en el cielo azul y los gansos nadaban plácidamente en el agua límpida. Frente a una fila de cerezos rosados y blancos, una estatua de Confucio le daba cierto tono oriental, algo así como un detalle zen, a la tarde soleada. Rodeados por esa alegría irresponsable de los corredores y chicas pasando a nuestro lado a toda velocidad en sus patines, scooter o bicicletas, que sin lugar a dudas aumentarían en los días siguientes el número de infectados, nosotros nos sentíamos felices, lo podía ver en nuestros rostros cuando nos bajamos un poco los barbijos. En un momento nos sentamos a descansar bajo la sombra de un sauce, una de las ramas se extendía sobre la superficie espejada del agua; si hubiéramos tenido 20 años, con toda seguridad nos hubiéramos sentado en ella para mojarnos los pies pero, como eso estaba lejos de nuestro alcance, nos sentamos en el pasto. Yo cada tanto tiraba unas piedritas al agua y veía expandirse la onda hasta que todo volvía a ser como antes. En esa calma, ella a veces tomaba mi mano o se recostaba contra mi cuerpo por unos instantes, cuando eso sucedía podía sentir -vaya a saber uno por que prodigios del contacto- toda la falta de afecto y amor de esa Marta, que había dejado de escuchar mi proyecto de cambio de vida para mostrarme la foto de sus nietas. Igual algo escuchó, porque me dijo:

-Si, tenés que dejar de fumar, ya fumaste bastante, hay un tiempo para todo.

-No solo eso, quiero cambiar la forma de alimentarme, ya no estoy para comer un guiso de mondongo y tomar una botella de vino tinto todas las noches.

-Yo le doy a los espaguetis, pero solo un plato por día.

Entre la caminata y los descansos, la tarde llegaba a su fin y, con la caída del sol, la temperatura había bajado bastante. Decidimos volver hacía la plaza Las Heras, donde ella había dejado el auto estacionado. Por el camino encontramos una cafetería abierta y compramos dos cafés. Los íbamos tomando mientras caminábamos por una de las veredas del zoológico y ella se detuvo a mirar la vidriera de esa farmacia. Su atención se fijo en las balanzas exhibidas, pero sin precio.

-Esperame acá que voy a preguntar cuánto cuestan.


Yo me quedé afuera con el vasito de café a medio terminar en la mano, mientras pensaba cuántas cosas se podrían pesar en aquellas balanzas, tal vez el peso corporal de una mujer que come espaguetis todo el tiempo, pero con diferentes salsas, los 21 gramos del peso del alma, la densidad de la soledad y todas las ausencias posibles, el peso menguante de alguien que inicia una dieta saludable y deja de fumar, para que la tos no lo avergüence frente a los otros; cuántas cosas más podría agregar a todas esas, tal vez fueran infinitas como los deseos o los propósitos a los que uno se disponga con amor o sin él. Yo podía seguir en esa divagación filosófica por toda esa espera u otras futuras pero ella apareció de golpe y, en cierto modo, me sorprendió al verla con una de las balanzas debajo el brazo.

-¿La compraste?

-Sí, quiero controlar mi peso.

-Qué bien.

-Aunque el médico me dijo que lo mío no es gordura, es hinchazón.

-Hay que saber diferenciar.

-Como dicen en el campo, no hay que confundir…

Ella no alcanzó a terminar la oración, cuando de pronto dos tipos vestidos con el uniforme propio del personal de seguridad se abalanzó sobre nosotros y nos puso contra la pared a los gritos y de malos modos. Enseguida le quitaron la balanza hurtada unos minutos antes, no dejaban de vociferar. Uno, el más gordo, me pegó una patada en los tobillos y no pasó mucho tiempo para que gente curiosa comenzará a agruparse alrededor de la escena bochornosa. Podía escuchar los comentarios a pesar del momento contrariado que vivía.

-No parecen chorros.

-La ocasión hace al ladrón.

-Debe ser una confusión.

-Parecen gente bien, gente de este barrio.

-Negros no son.

-No, la señora parece seria.

En medio de ese bochorno, me sentí aliviado cuando escuché la sirena de un patrullero, lo único que deseaba era estar en la comisaría para explicarle, a quien correspondiera, que no se trataba de un robo, que no era la balanza en sí el objeto del hurto, que todo se trataba de una gran confusión, eso una gran confusión producto de la falta de afecto.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Un dandy comunista

 

UN DANDY COMUNISTA

por Eduardo Silveyra

El más prolífico de los escritores uruguayos tuvo una vida plagada de excentricidades políticas y sexuales que lo llevaron a afiliarse al Partido Comunista, a mantener una relación amorosa, puesta en duda, con Federico García Lorca y a sostener dos matrim
onios al mismo tiempo. Vivió como el estanciero y millonario que era, pero desbordó también de generosidades. A 60 años de su muerte, su imagen podría ser la de un ícono queer rioplatense.

 

 

1900. Es el año de nacimiento de Enrique Amorim, el escritor uruguayo nacido en el Salto oriental, lugar donde 23 años antes había nacido Horacio Quiroga. Apenas once meses lo separaban del nacimiento de Jorge Luis Borges, al cual no solo lo unía un parentesco, -el padre de Amorim era primo segundo de Leonor Acevedo Suárez, madre de Borges- sino también una amistad cimentada en los años de infancia; Borges pasaba las vacaciones en la casona de los Amorim en el residencial barrio de El Prado montevideano, lindero al del Paso del Molino. Lugar recurrente de encuentros de compadritos, cuchilleros y carreros, trenzados en duelos criollos y presentes en poemas y cuentos del universo oriental de Borges. Esa amistad se expandió por los territorios de la literatura y Borges le dedica a su amigo su primer cuento, El hombre de la esquina rosada, dedicatoria retribuida por Amorim al ofrendarle a su pariente y colega el relato Gaucho pobre, publicado en 1953, unos 18 años después que el primero. Los textos transitan los territorios de la ruralidad y el suburbio marginal que se desprende de la misma, un espacio bien conocido por ambos. Una posición ideológica, sin embargo, podría haberlos distanciado, Borges era afín al Grupo Florida y Amorim integró el Grupo Boedo y, más allá de ser estanciero y millonario, se afilió al Partido Comunista Uruguayo. Según nos cuenta su sobrino Pelayo Amorim Haedo: “En los años 80 tuve dos encuentros con Borges, en uno de ellos me dijo que Enrique no era un gran escritor, pero sí un interlocutor culto y de conversación amena”. Más allá del juicio del valor literario sobre la obra de Amorim, el mismo Borges le publica, en 1947, la novela policial El asesino desvelado, en la colección El Séptimo Círculo que dirigía junto a Bioy Casares.

DULCES 16. A esa edad llegó Enrique Amorim a esta orilla del Plata, precisamente a Olivos para estudiar en un colegio elitista, donde descubrió una vocación literaria alimentada por la amistad con su coterráneo Horacio Quiroga, 23 años mayor y ya reconocido como un gran escritor rioplatense. La relación amistosa tiene visos sospechosos y sugerentes de una sexualidad por fuera de lo binario, asumida en la adultez por Enrique Amorim, ya que Quiroga era conocido en Misiones por su afición a seducir a efebos y nínfulas guaraníes, como diría el ruso Nabokov. Es posible que Quiroga no solo haya influido en el estilo literario, sino también en las determinaciones de esa sexualidad libre y transgresora, en la cual es un hombre debidamente casado en Montevideo, un bígamo con una hija en Buenos Aires y un transgresor a la sexualidad hegemónica en sus giras europeas o en el mismo Salto, donde hospeda a Federico García Lorca durante un mes y con el cual mant

uvo una correspondencia amorosa, propia de dos amantes y guardada secretamente. Lorca, a instancias de Margarita Xirgu, viaja a Salto, para poder terminar de escribir Yerma, obra que no podía concluir por el ajetreo de Buenos Aires. Aunque Pelayo Amorim desmiente la estadía salteña del poeta: “Lorca nunca estuvo en Salto, si un mes en Montevideo y se alojó en el Hotel Carrasco, donde también estaba alojado Enrique junto a su esposa. Enrique lo paseó por todos lados y le presentó a un muchacho”. Lo cierto es que ya Amorim había construido su mansión “Las Nubes”, diseñada por él mismo e inspirado en el estilo de Le Corvousier. El ajetreo de las fiestas, cenas y almuerzos ofrecidos por el expansivo anfitrión, no era muy diferente al vivido por Lorca en sus días porteños, pero de algún modo pudo terminar la obra en el año 1933.

QUINTADERAS. Dice el también rioplatense Onetti, que la literatura es contar mentiras como si fueran verdades. Si nos atenemos a ese axioma como una definición de logro de una verdadera obra literaria, a Enrique Amorim se lo podría definir como a un buen escritor. En su novela Las Quintaderas, se relata la vida de dos prostitutas que viajaban de pueblo en pueblo y estacionaban la carreta en la que viajaban a la vera de algún arroyo cercano a los cascos de las estancias, donde los fines de semana atendían a los peones rurales. La historia fue asumida como verídica por la peonada, que en las tardes de domingo esperaba ansiosa la aparición de la carreta, engalanados con las pilchas domingueras y bañados y perfumados con agua colonia. La novela trascendió las fronteras y fue plagiada por un francés ignoto, quien también dio por cierta esa trashumancia de prostitución itinerante, pero fue demandado por Amorim en Francia, logrando despertar interés por la novela original, la que fue traducida y editada en París. Pelayo Amorim nos dice: “Es posible que algo de verdad haya en la narración y que las cosas sucedieran alguna vez en Salto, pero esa ficción luego se transformó en un fenómeno casi real por casi toda la campaña del noroeste uruguayo”. Esta particularidad no deja de causar cierto asombro al producir un fenómeno social, en una época donde los mismos sólo se circunscribían a revoluciones sociales, reales y concretas. Hablamos del año 1924.

GUIONES. Un hombre tan ocupado en hacerse un lugar en la posteridad, dejó pocas disciplinas literarias o vinculadas al arte libres de su sello. La novela en distintos géneros, la poesía, el ensayo, el cuento y el teatro formaron parte de la febril producción de Amorim, a la cual también hay que agregar su trabajo como guionista en una docena de películas dirigidas, entre otros, por Mario Soffici y Carlos Borcosque e interpretadas, muchas de ellas, por figuras de la época, como Ángel Magaña, Libertad Lamarque, Enrique Muiño, María Duval, Carlos Cores, Pepe Arias y Delia Garces. Su actividad como guionista la inició en el año 1938 con la película de temática social Kilometro 111 y se vio interrumpida en el año 1944, después de estrenar la comedia de enredos Cuando la primavera se equivoca. Esta interrupción se debió a los problemas que comenzó a tener con el gobierno peronista, debida a su amistad con Héctor Agosti, secretario general del Partido Comunista Argentino y por ser el también comunista y opositor al gobierno popular. En el marco de la Guerra Fría, los partidos comunistas de América se alinearon con el estalinismo soviético y todo movimiento nacional de liberación surgido en estas latitudes fue catalogado de fascista. A eso hay que agregar que la embajada británica en Montevideo era el centro de operaciones antiperonistas y que de esas operaciones participaban el Partido Colorado y el mismo Partido Comunista Uruguayo. De todos modos, una vez derrocado Perón, Enrique Amorim volvió a participar como guionista del melodrama Yo quiero vivir contigo, en 1960, meses antes de su muerte. El cine no le fue un lugar ajeno, en su residencia “Las Nubes” filmó en blanco y negro a cada uno de sus visitantes ilustres, apareciendo en ese documental sin sonido Pablo Neruda, Nicolás Guillen, Jorge Luis Borges, Rafael Alberti, Margarita Xirgu y el mismísimo García Lorca, siendo este el único material fílmico que existe del poeta granadino.

APORTES. Los viajes frecuentes a Europa y esa vida parisina que lo llevaba a instalarse durante cinco meses al año en Paris, cosa que repitió durante ocho temporadas, no solía caer muy bien en la dirigencia del Partido Comunista Uruguayo, pero el malestar desaparecía cuando el millonario y estanciero Amorim realizaba un aporte suntuoso para las arcas y finanzas partidarias o, a instancias de Agosti, organizaba una reunión secreta en la residencia salteña, con Pablo Neruda y el brasileño Carlos Prestes, para coordinar políticas entre los partidos comunistas de la región. La casa fue allanada por las autoridades policiales de su Salto natal, pero ni Prestes, ni Neruda fueron encontrados, lo cual no privó a Amorim de publicar una nota en el diario local con un título provocador: Neruda está en mi casa. Donde hablaba del espíritu libertario del poeta. Muerto a los pocos días de haber cumplido los 60 años su viuda, Esther Haedo, continuó contribuyendo a las finanzas partidarias. Pelayo Amorim nos dice: “Si bien ella no era comunista, era apenas afiliada al Partido Socialista del Uruguay, durante los 36 años que lo sobrevivió a Enrique siguió aportando al Partido Comunista, una vez que murió mi padre, yo le administré la estancia “La Carreta” durante 20 años y mensualmente separaba una suma contributiva, no sin cierto enojo de mi parte, ya que para rebelarme contra los mandatos familiares no fui de izquierda como toda la familia. Y con Esther tuve una doble relación, pues era hermana de mi abuelo, tía de mi madre y a su vez, era la esposa del hermano mayor de mi padre, Enrique. La tía le presentó a su sobrina, al hermano menor de su marido. Tía y sobrina casadas con dos hermanos, por eso nosotros fuimos sus sobrinos predilectos, y muy favorecidos en su testamento”.

MONUMENTO. La editorial española Alcalá, dueña de los derechos de autor de Enrique Amorim, le encargó la escritura de un libro, en el año 2011, al escritor peruano Santiago Roncagliolo -quien se presenta como un sicario de la industria editorial- con el fin de despertar curiosidad sobre la obra muerta del uruguayo. Si la vida de Amorim ya tenía ribetes fabulosos, parece ser que Roncagliolo los acrecentó al convertirlo en el amante de García Lorca, si bien sus familiares y algunos allegados niegan la homosexualidad del mismo, el intercambio epistolar existió y la existencia de una foto y un registro fílmico de Lorca en “Las Nubes” también, lo cual echaría por tierra tales negaciones. Henry Miller nos dice en uno de los relatos de Primavera Negra que solo aspira a convertir su vida en un hecho legible, es decir, convertirse en leyenda. Ese parece ser también el fin perseguido por Enrique Amorim a lo largo de su vida. En 1952 viaja a Europa y desaparece durante meses, sus amigos se muestran preocupados, el secuestro y posterior muerte a manos de grupos derechistas, podría ser la suerte corrida por Amorim, quien en Francia es catalogado como agente del comunismo internacional y es expulsado del país. Pero nada de eso ha ocurrido y Amorim reaparece al bajar de un barco zarpado de la misma Francia en el puerto de Montevideo y desde allí se dirige a Salto casi sin descanso, llevando entre su equipaje una urna funeraria. La premura en llegar tiene una motivación, realizar la construcción del primer monumento erigido en el mundo, dedicado a Federico García Lorca. La obra es realizada por el arquitecto e intendente salteño, Armando Barbieri, casi a la vera del Río Uruguay, a 12 metros sobre el nivel de las aguas e inaugurada a fines de diciembre de 1956, unos cuatro meses después de cumplirse los 20 años del asesinato de Lorca. La construcción es bastante simple, consta de un muro de piedras donde están grabados los versos que Antonio Machado dedicara al poeta nacido en Fuente Vaqueros. A la inauguración, que tomó el hálito de una ceremonia fúnebre, asistieron los actores de la Comedia Nacional del Uruguay, China Zorrilla, Enrique Guarnero y la celebrada Margarita Xirgu, quien fue tomada por parte del público asistente como viuda del poeta y recibía pésames y salutaciones acongojadas por parte del paisanaje condolido. El paso de ceremonia memorativa a espectáculo funerario se debió a que Amorim cavó una fosa donde enterró la urna con igual forma a las que guardan restos óseos y después de echar la última palada de tierra sobre el montículo, dijo: Aquí, en un modesto pliegue del suelo que me tendrá preso para siempre, está Federico…”.


 
MISTERIO. El inglés Ian Gibson, el más documentado y respetado de los biógrafos de Lorca, ha desmentido las elucubraciones de Roncagliolo que sitúan a Amorim sobornando a un grupo de falangistas corruptos, quienes desentierran los huesos de Lorca para entregárselos al uruguayo. Lo cierto es que en la fosa común donde se suponía que debieran estar enterrados los restos del poeta, y después de las excavaciones ordenadas por la justicia española, éstos no aparecieron. Lo cual le da cierto viso de credibilidad a la operación de rescate llevada adelante por Amorim en las tinieblas de la España franquista y que, como ya lo dijera alguien, en el país donde no nació Gardel, es posible que esté enterrado García Lorca.

Algunos gestos simbólicos podrían avalar tal conjetura. Cada 18 de agosto, aniversario de la muerte del poeta, la viuda de Amorim, Esther Haedo, viajaba a Salto a depositar un ramo de flores a los pies del monumento y una ofrenda floral en el monolito de la supuesta tumba. Y si algo más debiera agregarse para acrecentar la duda, es interrogarse acerca del motivo por el cual su hija Liliana quemó el pasaporte donde estaba registrado ese viaje enigmático. Lo cierto es que el lugar donde se emplaza el monumento hoy muestra signos de abandono y, en sus alrededores penumbrosos, suelen encontrarse preservativos usados por amantes furtivos. Un rastro preciso de los amores clandestinos y a hurtadillas, que no disgustarían de seguro ni a Federico ni a Enrique.

HERENCIAS. Cierta tarde montevideana mi madre, militante comunista, junto a los libros de Julio Verne y Emilio Salgari que me compraba todos los meses, trajo también uno llamado Tangarupá, escrito por Enrique Amorim. La sonoridad de la palabra guaraní atrajo mi atención y lo abrí para leer el prólogo, me lo quitó enseguida de las manos y me dijo: “Lo escribió un compañero del partido, pero tiene cuentos que todavía no son para tu edad”. Que dijera “lo escribió un compañero del partido”, sonó en mis oídos como algo con una incierta familiaridad, quizás el autor se podría aparecer una tarde de esas a buscar el diario partidario El Popular, tomarse unos mates debajo de la parra y, después de saborear unos amargos, irse agradecido. Una de esas noches, a hurtadillas me llevé ocultó el libro a mi cuarto y comencé a leerlo. De esa lectura secreta sólo recuerdo un pasaje donde unos tipos calentaban una planchuela de hierro y, mientras hacían sonar sus instrumentos, ponían encima de la misma a unos patitos que se quemaban las patas. Los animalitos parecían bailar al ritmo de una música estrafalaria y el público, tan mísero como los animadores de ese espectáculo salvaje, depositaban unas monedas en una lata, para que los supuestos artistas subsistieran en esa miserabilidad. El relato me resultó más triste que los narrados por Edmundo de Amicis en su lacrimógeno libro Corazón y abandoné pronto la lectura. Por un momento debo interrumpir la escritura de esta nota para atender una llamada al celular. Es mi madre, quiere saber cómo estoy, qué hago, le respondo que escribo una nota sobre Enrique Amorim, entonces me dice: “Cuando me muera te podés llevar el libro Tangarupá y los que vos quieras que tengo en mi biblioteca”. Después de terminar el dialogo, recuerdo que Pelayo Amorim me debe la respuesta a una pregunta. Reviso el wathsapp para ver si la misma fue respondida y comienzo a transcribir el texto enviado desde una estancia en Río Negro, heredada de Esther Haedo: “Esther no podía tener hijos, parece que tenía brucelosis crónica, no lo puedo confirmar. Por eso aceptó a la hija de Enrique por fuera del matrimonio. Se llamaba Liliana Amorim y Enrique les puso un negocio de lencería llamado “Margotte” a ella y a su madre Blanca, en la galería del Hotel Alvear, un lugar bien finoli. Liliana se trataba con Esther y mucha gente no lo entendía. Enrique, en su testamento le dejó “Las Nubes” y todo lo que había adentro, entre eso once cuadros muy valiosos de Picasso, Barradas, Figari, Portinari, Xul Solar, Di Cavalcanti y varios más. En definitiva, heredó más que sus sobrinos Haedo con la venta repartida de la estancia “La Carreta”. En 1973, el estado uruguayo compró “Las Nubes” para hacer un centro cultural y museo que está en actividad”. Las herencias suelen ser dispares, y no por eso ninguna se vuelve desechable. Con Pelayo Amorim coincidimos como alumnos en el mismo colegio secundario de Montevideo -el Instituto Bauzá- a fines de los 60 y principios de los 70, no fuimos condiscípulos por una diferencia de un año, pero sí compartimos un espacio de la educación pública uruguaya, donde los hijos de los ricos se educaban junto a los hijos de los trabajadores. En ese sentido, más allá de las diferencias que puedan separarnos, ambos somos herederos de un pasado forjado con cierto romanticismo y tragedia, por tipos como Lorca y Enrique Amorim y su fabulosa vida. Esa es una de las paradojas posibles; la otra está más relacionada con el presente de aislamiento y pandemia, en la cual los deudos no pueden enterrar a sus seres amados, entonces la leyenda de Amorim, cierta o no, cobra un sentido desafiante: es el hombre que realiza un viaje peligroso, donde pone su vida en juego, para darle el descanso de la sepultura a uno de los objetos del su amor, de su eros, tal como lo hiciera la Antígona de Sófocles, y al cual también las nuevas sexualidades podrían rescatar del olvido como un ícono queer del pasado.

sábado, 16 de mayo de 2020

Historias de la pandemia 1


LOS MUERTITOS

por Eduardo Silveyra
 
El trayecto desde Flores a Floresta lo hizo un tanto temeroso y se alargó más de la cuenta por esquivar los controles policiales, que aparecían sorpresivamente en las calles mal iluminadas que debía cruzar, pero no podía dejar de ir a la casa de Nora a buscar esas flores cultivadas con esmero durante tanto meses. ¡Flores! ¡Flores! Lo ayudarían a soportar mejor la cuarentena, valía la pena arriesgarse a pesar de la policía. Todo lo acordaron por el celular.
-Cuando estés abajo, mandame un mensaje porque no funciona el timbre.
-Llego en 20 minutos.
-Te las tiro por la ventana.
-¿No vas a bajar?
-No, se me acabo el desinfectante y me cuido de no pisar la calle.
-¿Qué tiene que ver?
-Tendría que rociarte todo, sino es muy peligroso.
-Tenés razón, tiralas por la ventana.
La ansiedad lo corroía y una cuadra antes de llegar le envió un mensaje a Nora:
-Ya llegué.
Pero, cuando estuvo debajo de la ventana indicada, Nora ni siquiera había subido la persiana y volvió a mandar otro mensaje. Justo en ese momento, un patrullero aminoró la marcha y la poli que conducía lo miró como se mira a los sospechosos, a los infractores, pero el asunto quedó en la presunción de la sospecha y la patrulla continuó su camino, aunque eso no lo tranquilizó. Y al ver que los textos seguían sin ser leídos, le envió un audio.
-¡Boluda, estoy abajo! ¡Ya pasó la policía! ¡No caminé 20 cuadras al pedo! ¡Por favor, atendé!
Volvió a encender otro pucho y miró la hora en el celular, las 2:25 de la madrugada, era posible que su amorosa novia se hubiera quedado dormida y dejó los audios y mensajes de lado, decidió llamar directamente, pero al final cortó porque su llamada no era atendida. Bufando como un loco, decidió esperar solo cinco minutos más y, de no obtener respuestas, pegaría la vuelta resignado. El tiempo pasó volando, pero no exento de puteadas y terrores y, cuando ya emprendía los primeros pasos de la retirada, ella lo llamó y le dijo:
-¿Me estuviste llamando?
-Sí, te llamé como 10 veces, hace 15 minutos que espero.
-Es que anda mal mi celular, vení a la puerta que estoy abajo.
Dobló la esquina y allí estaba Nora en el umbral, en camisón y con las ojotas calzadas con cierto trabajo por las medias de lana que tenía puestas. Al verla, tuvo el deseo de tocarla, lamerla, chuparla. Cubierta con ese ropaje ridículo, se escondían sus turgencias y el tenía ansias de desenfreno pero, al verlo, ella le dijo:
-¡No me mirés la facha, estamos en cuarentena!
-Yo también parezco un ciruja.
-¡Parate ahí y cerrá los ojos!
Se quedó parado en el lugar preciso y cerró los ojos como ella se lo había ordenado, en esos instantes de parálisis, sintió el roció del agua con lavandina en su cara y como esa humedad olorosa impregnaba su ropa.
-¡Listo! ¡Ya estás desinfectado!
-Vos estás loca.
-¡Loca! Caminaste 20 cuadras por este barrio lleno de infectados.
-Tenés razón.
-Tomá las flores, fumate un rico faso y, si te pinta el deseo de garchar, avisá que hacemos algo por video conferencia.
-Dale, te aviso.
-Chau -le dijo ella, lanzándole un beso al aire. La primera cuadra la caminó alegre y distendido, pero esa alegría se evaporó atravesada por un pensamiento cuya certeza le atravesó la mente: A ella le importaba más la salud que el amor, y se ofuscó al comprobar que el contacto físico era una restricción que limitaba no solo a los afectos, sino aquello llamado lo físico, lo corporal, y esa Nora, por tan loca que fuera, no había transgredido la ordenanza. Esa reflexión se desvaneció pronto y su ánimo cambió hacia un estado paranoico apenas soportable, al ver a otra patrulla cruzar la calle de la esquina siguiente. Cómo explicar ese olor a lavandina, cómo justificar llevar un frasquito lleno de flores de cannabis, no paraba de maldecirse en medio de esa agitación, la cual lograba aplacar si se detenía unos segundos la marcha para decirse: No soy un prófugo ni un evadido, soy sólo un ciudadano común y silvestre. Sólo hoy he roto la cuarentena. Se consolaba a sí mismo con esas puerilidades, al tiempo que se cruzaba de vereda si acertaba pasar por la puerta de un geriátrico, a los que consideraba focos de contagio en potencia, al igual que a la gente que dormía en la calle. Ya tenía bastante con los tres que acampaban enfrente de su ventana y, al salir, le decían:
-Buen día vecino.
-Buen día. –Les respondía de mala gana.
Porque se emborrachaban a cualquier hora y, ante la ausencia del tránsito de vecinos “auténticos”, encendían fuego para cocinar y llenaban de humo la cuadra, después del guiso continuaba el beberaje de las cajas de mal vino y comenzaban las peleas, uno amenazaba a otro con hundirle una faca en la panza y este recibía la amenaza de ser prendido fuego, mientras el tercero los amenazaba con molerlos a palos si no lo dejaban dormir.
Cuánto alivió sintió al llegar, los tres deshilachados dormían. Lo primero que hizo fue buscar In a silent way de Miles Davis en youtube y armarse un porro, la música ideal para disfrutar la serenidad de la madrugada. ¡Un hombre feliz! ¡Sí, soy un hombre feliz! Abrió uno de los postigos y contemplaba el cielo estrellado, mientras las series de notas irrumpían como una sustancia sonora en el aire fresco de la noche. ¡Qué más pedir! Una copa de vino Malbec, sería lo más oportuno, por suerte aún quedaba un resto en la botella. Después de echar el humo de una buena seca, brindó en solitario desde la ventana, por los tiempos futuros y por ese presente tan disfrutado que vivía con intensidad. Pero, de pronto, esa calma fue quebrada por el vozarrón de uno de los durmientes.
-¡Hijo de puta, me tocaste el culo!
-Fue sin querer.
-¡Por eso, pensé que querías cogerme y no te animas, cagón!
-¡A vos te voy curar a cuchillazos en la panza, puto de mierda!
-¡Animate, vas a ver cómo te prendo fuego!
-¡Si no me dejan dormir los voy achurar a los dos!
-¡Vos no podés achurar a nadie, no sabés las ganas que te tengo!
-¡Ganas de qué, te voy a moler a palos!
-De amarte mamita, no me pegues.
-Te voy a romper todo.
En ese momento el amenazante moledor a palos se levantó y tomó un fierro de abajo del colchón, al tiempo que el amenazado hacía lo mismo con una faca y se ponía en actitud defensiva y el tercero se incorporaba con una botella de alcohol en la mano y les decía,
-No me rompan los huevos, los voy a prender fuego a todos.
-¡A quién vas a prender fuego!
-A ustedes, que no dejan dormir.
La discusión no duró mucho y pronto se pasó a los hechos, porque un palazo dado certeramente y a traición le reventó el cráneo a unos de los discutidores quien, convulsionado, cayó al piso casi muerto, al verlo ahí tirado en el piso y con la sangre mojándole los pies, el de la botella le arrojó todo el alcohol del frasco al agresor traicionero, quien se convirtió en una pira humana después que el otro le lanzara el encendedor con la llama abierta.
-¡Me mataste, hijo de puta! –Decía el de la cabeza rota.
-¡Vos me prendiste fuego! –Decía el traicionero.
A la trifulca mortífera se sumaron los gritos de algunos vecinos.
-¡Dejen dormir, hijos de putas!
-¡No jodan con fuego, me van a incendiar el auto!
-¡Apaguen ese fuego que hay un olor espantoso!
-¡Llamen a la policía!
-¡Ya la llamamos mil veces y no vienen!
Esa contingencia de presenciar el espectáculo de un bonzo ante sus ojos y el aturdimiento por los gritos de los vecinos detestables, lo hicieron tomar una determinación. Se fue al placar a buscar la Beretta, para aliviar la pena del muertito encendido, que había logrado apagar un poco las llamas y aún le quedaba un resto agónico de voluntad para cobrarse venganza. Había arrinconado al traicionero contra el tronco del árbol y le daba una puñalada tras otra, hasta que cayó en el suelo con la panza cosida a puntazos. La perrita, a la que siempre llamaba ¡Puta, vení acá! O ¡Borracha, no cruces la calle!, ladraba a su lado, como si quisiera revivirlo.
Cuando encontró el arma, se asomó a la ventana y le disparó al incendiado. Humeaba y gemía recostado contra el paredón, tuvo el valor de volverle a disparar para liberarlo del sufrimiento, cuando el otro decía:
-¡Quiero morirme ahora! ¡Quiero morirme ahora!
Después de los disparos, volvió el silencio. Aún no había calibrado –palabra acorde a la contingencia- si su acto podría ser interpretado como el de un benefactor atroz o el de un hombre acorralado por la circunstancia, en las que se encieerran ciertos prejuicios miserables. Ya no sonaba más In a Silent Way y cerró los postigos para protegerse del frío y del horror de las muertes. Se recostó en la cama, con la intención de que el sueño lo alejara de toda la miserabilidad, pero no pudo lograrlo. A través de las celosías se colaba la luz azul parpadeante de los patrulleros, podía oír las voces de la jerga policíaca y otro temor se apoderó de él. En las autopsias podían descubrir los disparos, los peritos en balísticas podían determinar la distancia y el ángulo de los mismos y ser incriminado como un asesino. Entonces, aterrorizado, se vio pasando de un encierro a otro encierro y que tal vez no moriría infectado por el virus, pero si de un infarto, de un ACV y del cansancio de su cuerpo en una cárcel inhóspita. Volvió a levantarse, se sentó en el sofá y se llevó la Beretta a la sien, pero el tiro del final no le salió, la bala quedó atascada. En la ráfaga de unos segundos, un pensamiento casi inútil, lo absorbió todo: El suicidio, también, es una determinación que siempre se toma demasiado tarde.