viernes, 26 de febrero de 2010

Potosí,

Un cuento del Tío

por Rubén Sacchi

El grito ancestral
Fue Viracocha quien habló al inca Huayna Cápac, diciéndole: "Ve y conquista las tierras al sur del lago Titicaca en nombre de tu dios y el pueblo quechua". El cacique, ya enfermo, se dirigió hacia las termas de Tarapaya llegando en 1462 al sitio que hoy ocupa la ciudad de Potosí. Allí, su mirada se extasió al observar de frente al maravilloso cerro Sumaj Orcko (Cerro Hermoso), nombre con que los aborígenes llamaban al Cerro Rico que, antes de la superexplotación del hombre blanco se elevaba, señorial, 5.183 m sobre el nivel del mar. Era un cono casi perfecto de una legua de perímetro.
Huayna ordenó a sus huestes explorar la montaña; al intentar excavarla oyeron un terrible estruendo y de sus entrañas una voz les advirtió: "No es para ustedes, Dios reserva estas riquezas para quienes vienen de más allá". ¡Potojsi!, vocablo aymará que significa "que truena o revienta" dio origen al nombre del poblado, marcando su destino de apropiación a manos del rapaz conquistador. El grito de la tierra iniciaba un sufrir que persiste hasta nuestros días.

Del mar los vieron llegar...
Casi cien años más tarde, en 1545 el indígena Diego Huallpa buscaba una de sus llamas perdidas en las laderas del cerro, cuando lo sorprendió la noche. El viento helado lo castigó duramente y debió encender una pequeña hoguera con paja y ramas para sobrevivir. Al amanecer, vio los hilos de plata que el calor del fuego había derretido. Quiso guardar el secreto, pero su mejor vida y generosidad con sus amigos evidenció la situación y fue delatado. Su fortuna duró de enero a marzo ya que, el 1º de abril, los conquistadores Juan de Villarroel, Diego de Centeno y otros tomaron posesión del cerro “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y en nombre de Su Majestad el Emperador de Alemania, España y de los Reinos del Perú”. El 21 de abril de 1545 el registro público anotó al capitán Villarroel y a su yanacona Huanca como descubridores del yacimiento. La primera medida fue obligar a los indios de Cantumarca a fabricar adobes para construir la villa, el inca Chaqui Katari (Pie de Víbora) los enfrentó: cinco españoles y cincuenta indios muertos fue el principio de una práctica habitual.
Carlos V le dio el título de Villa Imperial y un escudo que rezaba: “Soy el rico Potosí, del mundo soy el tesoro, soy el rey de los montes y envidia soy de los reyes”. La riqueza funcionó como un imán, enseguida la ciudad fue la más poblada de América y más aún que las grandes urbes europeas, alcanzando la cifra de 160 mil habitantes. A menos de cuatro décadas había en Potosí ochocientos tahúres y 120 prostitutas, claro que al poco tiempo también contaba con 36 casas de juego y otras tantas iglesias. Pronto hubo 6 mil hornos fundiendo el precioso metal que consumieron todo el combustible que la naturaleza proveía. Ya en 1566 se acabó la tacana, plata a flor de tierra, y comenzaron a implementarse nuevos métodos de extracción. Las condiciones inhumanas a las que eran sometidos los indios mineros acababa con sus vidas tempranamente. Un gigantesco corral de paredes de piedra, que aún hoy existe a la entrada de la ciudad, era el lugar donde se repartían los mitayos, que los caciques tenían la obligación de entregar en reemplazo de quienes morían y que debían contar entre 18 y 50 años.
Escribía Josiah Conder: “En tres centurias, el cerro rico del Potosí quemó ocho millones de vidas. Los indios eran arrancados de las comunidades agrícolas y arriados, junto con sus mujeres y sus hijos, rumbo al cerro. De cada diez que marchaban hacia los altos páramos helados, siete no regresaban jamás” y Luis Capoche, dueño de minas y de ingenios, escribió que “estaban los caminos cubiertos que parecía que se mudaba el reino”. Los miembros de las comunidades habían visto “volver muchas mujeres afligidas sin sus maridos y muchos hijos huérfanos sin sus padres” y tenían la certeza que en la mina esperaban “mil muertes y desastres”. Eran más los que morían por enfermedades que por accidentes, el envenenamiento por mercurio era tan letal como los gases tóxicos del interior de la mina. Ganaba la columna vertebral, debilitaba sus miembros provocándoles temblores y les hacía perder el pelo y los dientes, para matarlos en cuatro años. La neumoconiosis fue la primera enfermedad laboral en el Nuevo Mundo. Mataba tantos indios que Fray Domingo de Santo Tomás, en 1550, llegó a decir que Potosí era la “boca del infierno”, denunciando la barbarie conquistadora y Fray Bartolomé de las Casas afirmaba que los indios preferían ir al infierno al morir, ya que en el cielo estaban los cristianos.
No todas las voces del clero eran benignas, éstas eran más bien una excepción, el padre Gregorio García afirmaba que los indios eran judíos porque “son perezosos, no creen en los milagros de Jesucristo y no están agradecidos a los españoles por todo el bien que les han hecho”. No obstante, el pontífice Paulo III emitió una bula en 1537 declarando a los indios “verdaderos hombres con alma”. Felipe III, monarca de gran sensibilidad dictó un decreto en 1601 proclamando la igualdad de indios y conquistadores y prohibiendo su utilización como animales de carga, a excepción de “que aquella medida hiciese flaquear la producción”.
La única manera de soportar las jornadas interminables en el socavón era con ayuda de la coca, hoja ritual en el reinado de los incas, pero de abusiva implementación por parte de los dueños de las minas. Según registros de la época, mil toneladas de hoja de coca eran consumidas cada año entre los indios mineros.
A fuerza de masticar la hoja y emborracharse, no sentían el hambre ni el dolor pero tomaban, invariablemente, el camino hacia una muerte precoz.

Dios y señor de la montaña
Los caballeros comenzaron a sospechar que los aborígenes, sin control dentro de la mina, pudieran holgazanear, por ello inventaron la figura de El Tío, una imagen aterradora, de aspecto demoníaco, cabeza cornada y fauces dotadas de filosos colmillos. Se cuenta que los españoles crearon la estatua llamándola Dios, pero el alfabeto quechua no incluye el sonido de la letra “d”, por lo que onomatopéyicamente pasaron a llamarlo Tío.
El Tío es un antepasado de nuestro Familiar (nefasto señor de los ingenios del norte argentino) que cuida que los trabajadores cumplan los deberes para con sus amos, castigando a los rebeldes con la muerte. Este patrón de las profundidades rocosas cobró gran fuerza en la iconografía del lugar llegando, con algunas variantes, hasta nuestros días, habiéndose transformado en dueño de la montaña y benefactor de quienes lo reconocen.
Al comienzo de cada jornada, los mineros hacen su ofrenda al Tío. El gusta del alcohol, las hojas de coca y el tabaco. El minero ofrenda un chorro de alcohol sobre su pene, otro a la Pachamama y el tercero lo bebe él, pidiéndole favorezca su trabajo y lo conduzca a hallar una veta que lo haga salir de la miseria.
Otros van más allá y prodigan el sacrificio de alguna llama, con cuya sangre tiñe las paredes del túnel. Los más desesperados llegan a entregar algún feto humano. Esa es la historia que algunos cuentan de uno de los mineros más poderosos de Potosí: Emilio Alave.
La versión dice que era un minero paupérrimo de familia muy numerosa. Vivía en la ruina absoluta y no tenía ya cómo alimentar a su nutrida descendencia. Su mujer encinta perdió el embarazo y él ofrendó ese hijo sin nacer al Tío, enterrándolo en el socavón y diciendo: “Te ofrezco mi hijo a cambio de que me ayudes”. Ese día sus ruegos fueron escuchados y una veta de plata enorme apareció ante los golpes de su piqueta. El Tío devolvía en metal la sangre recibida.

Nota completa en la edición impresa de Lilith Nº 8 . Sólo en librerías o por pedido.

viernes, 12 de febrero de 2010

La casa vacía

por Stella Maris Roque

Abro la puerta. La casa está vacía, quebrada por el silencio. Camino por el living, la oscuridad lo invade, la biblioteca es lo único que queda. Voy a la cocina, la persiana levantada y a lo lejos un parque oscuro lleno de árboles. Abro la canilla, el agua sale marrón, me ensucia los dedos y las gotas como agujas frías me los parten en mil pedazos. Dejo la canilla abierta. El ruido retumba en la casa hueca, la voz de la abuela corre con el agua, se va por las cañerías. Quisiera que estuviese acá, conmigo, pero el tiempo para ella se detuvo el día que se la llevaron al geriátrico. Tendría que haberme quedado a vivir con ella acá y hubiera evitado que un abismo de recuerdos se hundan en mi garganta.
Me apuro en llegar a la biblioteca. Los libros cuentan la historia de ella, agarro el que vine a buscar: el Martín Fierro, se sabía casi todos los versos de memoria, ahora no se acuerda de nada. Aprieto el libro contra mi cuerpo, y me cae una sola lágrima. En un rincón del living veo un florero con varios pétalos marchitos que se ahogan en un poco de agua sucia, guardo algunos pétalos adentro del libro y lo pongo en la mochila. La abuela no va a volver nunca más. Me acerco al ventanal del living negro, sin sillones, lleno de escarcha blanca. Es agosto, hace frío. Estaba sola, aquí mismo, esperando que mamá viniera a buscarme. Miraba hacia la calle y buscaba su cara. No había gente y eran pocos los autos que pasaban. La abuela se había levantado de la siesta, cuando sonó el teléfono. Un rato antes me había pedido que la ayudara en la cocina. Hasta ese momento creí que mamá no iba a venir. Me senté a la mesa. La abuela trajo galletas. Mamá no iba a venir, ¿Y mi papá? La miré a la abuela y le pregunté: -mi papá, ¿cuándo va a venir a buscarme? Se paró al lado mío. -Tu madre y yo somos tu única familia-me respondió, acariciándome la frente. La agarré del brazo y la empujé, trató de no caer, volví a empujarla y se tambaleó; por unos segundos pensé que se iba a caer, la excusa perfecta para que mamá viniera. La puerta del comedor se cerró atrás de la abuela. Se había ido a su cuarto. Me quedé sola, mirando el televisor apagado.
El ruido del agua me distrae, las gotas se convierten en hielo. Al lado de la cocina, el comedor diario, la mesa no está, ni siquiera el televisor y donde estaba la estufa hay un agujero. En esa estufa, la abuela calentaba mis pijamas antes de que me fuera a dormir. Ella verdaderamente fue la única familia que tuve. Era invierno, la helada cubría el pasto. La abuela me levantó de la cama cubierta con frazadas y me llevó al lado de la estufa a tomar café con leche con pan tostado. Mientras tomaba mi desayuno, la abuela se fue a su cuarto a buscar una aspirina, aproveché y me escapé al parque. Salí descalza y corrí sobre la escarcha, que a cada paso, desaparecía debajo de mis pies. Corrí hasta cansarme, en realidad hasta que la abuela me vio desde la cocina. Se puso a gritar como loca, que me iba a pescar un flemón o una bronconeumonía, que no me iba a dar más chocolates y no se cuántas mentiras más. Seguí corriendo sin hacerle caso, entonces salió desesperada con los pelos parados, las pantuflas y la bata de cama, me agarró de las piernas, me mordisqueó los cachetes y me llevó adentro.Cierro la canilla y camino por la casa en la que bailan las ausencias. Abro la puerta del cuarto de la abuela. La cama vacía, el elástico al aire y un vaso de vidrio sobre la mesa de luz. Me acuesto sobre el elástico frío, -la cama apaga el dolor del puñal -pienso-la cama; una lluvia de tiburones hambrientos. Agarro el vaso y tengo ganas de reírme, tal vez, por vergüenza de que se me haya ocurrido una idea loca como la de los tiburones, -una idea loca-, digo en voz alta, -un vidrio que se enciende contra los vidrios-, pienso, y arrojo el vaso contra la ventana.
La abuela no supo pedirme que me quede, prefería estar sola con sus perros; si me hubiera quedado habría podido decirle cuánto la amo.
Salgo al parque, hace frío y a través de los árboles figuras se doblan con el viento. El pasto está descuidado. Me acerco al rosal que plantamos juntas, las hormigas se comieron las hojas. Me acuesto sobre el tiempo que pasó y huelo la tierra. -Es la última vez- digo. Del otro lado de la puerta me espera la ruta, la ruta, vacía como la casa, la ruta, transparente ante mi huida, esta misma ruta que no volverá a traerme nunca más.

Publicado en la edición impresa de Lilith Nº 10. En quioscos y librerías.