martes, 16 de noviembre de 2021

SOLEDAD

 

por Eduardo Silveyra

A L. S. P.

Yo la esperé casi una hora en esa cafetería a la bajada de la autopista. Lo primero que hice al bajar del micro, fue sacarle una foto a esa escultura de una monja pétrea, donde un hornero había construido su nido sobre la cabeza de un desamparado. Debido a una dieta, hacía 16 horas que no comía, así que tomé un café con una medialuna de grasa, porque sentía un hueco en el estómago. Revolvía en el vaso, cuando Soledad me envió un mensaje para avisarme que estaba cerca y después otro para preguntarme si quería establecer la distancia que nos separaba, para saber cuánto demoraría en llegar en tiempo real. Deseché la idea, porque me pareció innecesario ese dato, ya sabía que al salir se iba a dar cuenta del olvido de alguna cosa, como ser las lonas para tendernos en el pasto o la yerba para el mate y debería volver a buscarlas y el tiempo real se desvanecería en una nube imperceptible como tantas otras veces. Además, prestaba atención a lo que sucedía en la mesa vecina, donde un niño frenético le arrojaba con violencia migas de pan a su abuelo, el viejo se ofuscaba ante cada golpe en su cara y el nieto reía a carcajadas ante el malhumor in crescendo. Para que el ataque cesara, el abuelo lo amenazó con romperle la cabeza con el servilletero de metal. La escena tenía su viso grotesco, pero también desagradable, esto hizo que me diera vuelta e interviniera para darle término.

-Nene, tenés que respetar a tu abuelo.

El nene volvió a estallar en una carcajada más burlona que las anteriores, pero una de las señoras vecinas a la mesa beligerante, también dio su opinión.

-No solo al abuelo, sino a todos; vengo a tomar un café con mi amiga de toda la vida porque tengo cosas para contarle y me encuentro en el medio de esta reyerta familiar.

 


 

La situación se aplacó justo en el momento en que apareció Soledad, con la mochila cargada de todo lo necesario para pasar el día en Punta Lara. Traía todo, menos la yerba para el mate, quería que fuéramos a comprar en algún almacén, pero como yo tenía los sesos medio calcinados, la hice desistir de la compra e ir directo a tomar el colectivo que nos llevara a nuestro destino.

No demoramos mucho en llegar. Tuvimos suerte en encontrar un restauran con una linda terraza, donde el viento corría y nos traía aire fresco, bebíamos vino y mirábamos la fila de barcos en la lejanía del horizonte que iban o venían desde algún lugar, por nuestra mirada pasaban los bañistas que nadaban en las aguas contaminadas y los parapentes que flotaban en el aire, entre el cielo y el agua. Después nos fuimos y, por el camino, le pedimos a una pareja una cebadura para el mate y encontramos una caseta de guardavidas abandonada; la alcé a Soledad para sentarla en la baranda y después me senté a su lado para seguir mirando al río. Ella me hablaba de muchas cosas, a veces me perdía, pero igual escuchaba las modulaciones y la sonoridad de su voz, estaba cautivo de eso y del brillo de sus ojos negros y de los movimientos de su cabeza que se recortaba contra la luz del atardecer. Por momentos, me parecía encontrar en su rostro los destellos de Juliette Binoche en alguna de sus películas y eso también me enamoraba. A su lado, el tiempo dejaba de existir o existía de otra manera, porque podía quedarme infinitamente así porque sí, escuchando todo el juego de su vida. Al llegar el crepúsculo, decidimos caminar y recorrer ese lugar casi agreste para ir hasta un muelle, el extenso jardín de una propiedad privada nos impidió el paso y emprendimos el camino hacia la calle, tuvimos la suerte de salir frente al palacio en ruinas de Piria. Ese Piria tenía su historia, había fundado una ciudad balnearia –Piriapolis- y construido una réplica de su palacio en la otra orilla del río. El hombre tenía su historia, al enviudar se casó con una de sus domesticas, menor de edad, pero al presentir su propia muerte se divorció y la adoptó como hija para que pudiera heredar. Tal vez aquel palacio, ahora derruido y poblado de malezas, fuera construido para ese amor tan singular. A Soledad, no le interesó mucho la historia pero, decidida como es, encabezó la marcha hacía esa ruina enclavada como el vestigio de un tiempo muerto; para llegar tuvimos que cruzar una cañada, ella la cruzó de un salto y yo por las piedras. El palacio estaba rodeado por un cerco de tejido de alambre y no se podía entrar, pero a un costado había una fuente y, al costado de la misma, unos caballos pastaban como sonámbulos, yo me recosté contra el borde de cemento, y allí sentado le dije:

-Te llevo los mismos años que Dostoievski le llevaba a su mujer.

-¿Cuántos eran?

-No me atrevo a decirlo, pero podés googlearlo. –Le dije sonriente.

Soledad, también sonrió y quiso que nos sacáramos una selfi, pero yo detesto las selfis porque tienen algo de impostura, de gestos exacerbados y de chisme y estábamos envueltos en esa atmósfera nocturna tan agradable y no había por qué arruinarla. Después me levanté y me acerqué a un caballo con un manojo de pasto, comido de una dentellada por el animal; pensé que ese gesto crearía cierta confianza, pero no, cuando intente acariciarlo se alejó. Soledad, también lo intentó pero el caballo volvió a alejarse y se perdió en la espesura de un follaje y en la oscuridad de la noche atravesada por los relámpagos.

Ante el presagio de tormenta, decidimos volver hacia la ciudad. Cruzamos un descampado, donde una caballada pastaba debajo de unos focos de luz amarillenta, tuvimos suerte al no tener que saltar el alambrado porque la tranquera estaba sin candado y, después de caminar unos metros, llegamos a la parada del colectivo. Yo sentía cierta tristeza porque el día había finalizado y debíamos separarnos, se ve que a ella le sucedía lo mismo, porque me dijo:

-Te parece bien que tomemos una cerveza de despedida en La Plata.

-Me parece una buena idea. –Le dije con alegría por la prolongación del encuentro.

Cuando llegamos a la ciudad, caminamos unas cuadras y encontramos una cervecería artesanal a unas cuadras de la terminal de micros. Como estábamos sedientos y animados, nos tomamos dos pintas de IPA, a los dos nos encanta la Indian Pale Ale, por ese gustito a flores de cannabis que se siente en el paladar cuando se bebe. La birra estaba rica, aunque el lugar era un tanto contradictorio, tenía un confort muy diseñado, en las paredes había afiches que invitaban a unirse a la causa vegana, pero se sentía el olor a grasa de la fritura de hamburguesas; ya era casi la media noche y decidimos irnos para no tener problemas con el horario de los micros. Soledad entraba en las aplicaciones del celular y consultaba las salidas y las llegadas, los tiempos reales de quién sabe qué realidad y esas cosas para actuar con sincronicidad, decidimos pagar e irnos. De pronto surgió un problema, no teníamos dinero y nuestras tarjetas no eran con las que trabajaban en el lugar. Hubo una pequeña discusión por ese motivo, solo se podía resolver con la ida a un cajero a retirar dinero. Al idiota que atendía le pareció bien pero, para acrecentar el malestar, nos retuvo los documentos hasta que volviéramos a pagar. No habíamos caminado ni media cuadra, cuando se desató la tormenta y faltaban otras cuatro para llegar a un banco. El viento nos azotaba el cuerpo con agua y frío, pero de algún modo no nos importaba y avanzábamos impertérritos bajo la lluvia. Al fin llegamos, después de retirar el dinero teníamos que saldar la deuda. Tuvimos la suerte o la desgracia de tomar el taxi equivocado, al chofer se le había trabado la tecla de la calefacción y el calor era asfixiante, le dijimos de bajar los vidrios, pero dijo que no, para evitar manchas en el tapizado. Fue una tortura viajar con esa temperatura, perfumada con un espeso desodorante de ambiente. El tipo era un jodido, cuando llegamos a la cervecería nos cobró el viaje y nos echó del auto. La noche se volvía maldita y puteaba para adentro al mierdoso taxista y al pseudo vegano, a quien, después de tratar de humillarlo le tiré, no sin desprecio, la plata sobre el mostrador y emprendí la retirada. Un poco menos empapada, parada en el umbral, Soledad movía el dedo índice sobre el teclado del celular en busca de una solución. Yo no miraba su dedo, con el cual elegía o desechaba, miraba la dulzura que podría encontrar en aquella mano armoniosa. Todos los medios que nos podrían acercar a la terminal de ómnibus estaban colapsados; esperamos a que amainara el temporal y cruzamos la calle, pero el amaine duró lo que dura una ilusión y la lluvia se convirtió en una cortina acuosa, donde todo se desdibujaba de manera atroz. El azar o el destino nos puso ante la escalinata de un edificio público y un techo protector. Las luces zigzagueaban en la oscuridad de ese precario paraíso hallado oportunamente, los resplandores iluminaban la piel trigueña de esa Soledad, podía oler la humedad perfumada que se evaporaba de su cuerpo casi pegado al mío. Fue en uno de esos instantes que la abracé y le dije:

-¡Este amor es para siempre!

Porque de algún modo, mientras el sol brillaba sobre el río, nos dimos cuenta que ni a ella ni a mí nos importaban los casamientos, las heredades o las solterías y que, para los amantes, da lo mismo el cielo que el infierno.